PRÓLOGO
Oía decir que poco antes de
morir, ves tu vida pasar ante tus ojos, lo que te hace recordar, en
breves instantes, los hechos que la han marcado. Hoy he podido
comprobar que ese dicho es verdadero.
Tuve un mal presentimiento
esta mañana, cuando mi general, Joab, me asignó un grupo de hombres
distinto al que dirigía habitualmente y me mandó atacar a un grupo
de soldados de élite amonitas, que habían salido de la ciudad de
Rabá, sitiada por nosotros, para intentar abrir una vía de escape a
nuestro asedio.
Me pareció imprudente la
orden de que los siguiéramos hasta la misma puerta de entrada, bajo
las almenas, por si podíamos abrir una brecha en la muralla, pues
aún sus defensas eran fuertes. Además, no estaba muy cómodo con
parte de mis nuevos acompañantes, conocía su comportamiento y sus
desmanes con el vino y el juego. Pero, como siempre, me encomendé al
Eterno y obedecí la orden sin rechistar.
Encontramos al grupo enemigo
sobre el mediodía, y entablamos feroz combate al instante. Aunque
sufrimos algunas bajas, en poco tiempo herimos a bastantes de
nuestros enemigos y los hicimos retroceder hacia su muralla.
Entonces, de una forma extraña, mis subordinados se apartaron de mí
y fui blanco fácil para los certeros arqueros amonitas. Dos flechas
atravesaron mi pecho, intenté mantenerme en pie, pero no pude, y
lentamente, caí al suelo.
En ese instante, mis sentidos
se agudizaron, el cielo estaba profundamente azul, el viento mecía
las hojas de un solitario cedro cercano, y, junto a mí, había
algunas de esas extrañas y hermosas flores negras que solo crecen
aquí. Y fue entonces cuando pasó; empezaron a fluir recuerdos en mi
mente y de una forma intensa reviví acontecimientos que tenía
totalmente olvidados.
CAPÍTULO
1.
LA
VIDA EN KARKEMISH
La primera imagen que
visualicé fue el taller de mi padre en Karkemish. Antiguamente los
hititas fuimos un gran imperio, pero tras la invasión de los crueles
Pueblos del Mar y el atosigamiento de los asirios, solo quedan
pequeños reinos aislados, de los que Karkemish es el principal.
Mi madre murió al poco de
darme a luz y mi infancia la pasé ayudando a mi padre, Mursi, a
trabajar el hierro en el taller. El trabajo no faltaba, hacíamos
elementos decorativos, arreglábamos herramientas, útiles para el
campo, armas… Mi
padre no era un mal hombre, me trató bien, pero
nunca se recuperó del todo de la pérdida de su esposa, a la que
amó en gran manera, y de vez en cuando se refugiaba en la
bebida.
El taller era su vida, aunque
cada vez era más difícil salir adelante, según las leyes hititas
hasta la mitad de una semana de trabajo había que dársela al señor
del Palacio que dominaba en nuestra zona. También tengo una hermana
mayor, Harinna, que es la que se ha encargado de las tareas
domésticas desde muy joven, es muy trabajadora y siempre nos
llevamos muy bien.
Pese a las dificultades y a su
manera, mi padre me enseñó a conducirme honradamente en la vida,
era un buen ciudadano. Los hititas tienen unos principios y unas
leyes bastante justas en comparación con los de las naciones
vecinas; los castigos no son muy severos, la mayoría de los asuntos
se resuelven con compensaciones económicas, se intenta imponer
cierta justicia y hasta se regula el trato con los esclavos -que son
mejor tratados que en muchos sitios-, aunque, los pobres desdichados,
sirven de moneda de cambio para arreglar muchos asuntos.
En ese tiempo me parecían
unas buenas leyes en general, pues aún no había conocido la Ley del
Bendito.
Cumplidos los dieciocho años,
las cosas por Karkemish no iban muy bien, cada vez pagábamos más
impuestos para sufragar los gastos militares causados por las
continuas incursiones de los asirios. Y, lo que es peor, cada vez se
requerían más levas para complementar al ejército, tal así, que
un día llamaron a mi puerta…me tocó incorporarme a mí.
CAPÍTULO
2.
EN
LA MILICIA
-Esto no es un juego, hijo
mío, si quieres sobrevivir sé fuerte y no muestres piedad, pues si
caes en manos de los asirios no la tendrán de ti. Sométete a tus
mandos y no quieras destacar, sé valiente, rogaré a los dioses por
ti- con estas palabras mi padre se despidió de mí, regalándome
unas botas nuevas (los hititas usamos unas botas características,
con las puntas dobladas hacia atrás para proteger nuestros dedos) en
las que me ocultó una pequeña, pero pesada, daga de hierro muy
afilada.
No pegué ojo en toda la
noche. Tenía sentimientos encontrados: Por un lado sentía miedo,
inseguridad, tenía mi vida hecha con mi padre, mi hermana y mis
amigos. ¿Por qué tenían que arrancarme de ella? Para colmo se
escuchaban constantemente noticias de los mozos que morían en
batalla, por su falta de experiencia, y ya había asistido a varios
de sus funerales. Jóvenes con los que jugué en mi infancia, que
nunca volverían a ver el sol.
Por otro lado, me gustaba la
idea de aprender a defenderme, a vestirme y conducirme como un
soldado, imaginaba que así las chicas se fijarían más en mí y que
podría vivir aventuras interesantes. Sin embargo, pronto comprobaría
que dichas aventuras no eran, ni por asomo, de lo más gratificantes.
Mi paso por el ejército de
Karkemish no fue de lo mejor que me ha pasado, ni mucho menos. Allí
perdí mi inocencia, hice bastantes cosas que me avergüenza contar,
sufrí peligros y calamidades… pero, tengo que decir, que saqué
dos cosas buenas de mi paso por la milicia:
La primera es que encontré a
un amigo, más que un amigo, un hermano, Ahimelec. Era oficial de la
milicia del rey y el encargado de nuestro entrenamiento, era un joven
alegre, ávido de aventuras, altivo, valiente y leal con sus hombres.
Era fornido, aunque tenía una voz que no le acompañaba, pues era
bastante aguda y hablaba con un tonillo que parecía estar cantando,
y yo no lo podía evitar, al escucharlo debía esforzarme para no
reír.
Recuerdo la primera vez que lo
vi, fue a nuestra llegada al campamento, dio la orden de formar con
todo el equipo y nos dijo “¡Con firmeza soldados! ¡Que nadie se
mueva! ¡Ni siquiera aunque un hurón empezara a escarbar por la
suela de sus botas y comenzara a morderles el dedo gordo del pie!
¡Defiendan con honor a su pueblo! Los hechos destacables de la
milicia asiria se puede escribir en la tapadera de una olla, como las
que vuestras madres utilizan para cocinar, pero la historia de la
milicia hitita ¡necesita muchos cientos de tapaderas para poder
contarla!”
Me costó cara la sonrisa que
se me dibujó en el rostro al escucharlo, y pasé en formación todo
ese día, sin comer como castigo. No empezamos con buen pie, pero
luego, con el paso de los días, entablamos una buena amistad, a él
le gustaba mi interés por hacer las cosas bien y a mí me gustaba
escuchar sus historias. Básicamente, él hablaba y yo escuchaba y
reía.
La segunda cosa que aprendí
es que los dioses, pensaba entonces yo, tendrían algo preparado para
mí, pues en dos ocasiones dos flechas no me alcanzaron por
instantes, una vez por agachar la cabeza al ajustarme la espada al
cinturón, y otra al detener mi paso y girarme cuando oí que un
superior me llamaba. En ambos casos, sentí el aire de las saetas que
casi rozaron mi piel… ahora creo, que esas dos flechas, me
esperaban en un momento futuro.
En otra ocasión un veterano
asirio de gran estatura –los hititas por lo general no somos altos,
aunque sí fornidos, por el hábitat montañoso en el que nos
movemos- arremetió contra mí, resistí varios de sus mandobles,
gracias más a la fortaleza de mis brazos -curtidos con el martillo
en el taller- que al poco entrenamiento recibido, pero aun así no
podía contenerlo. Caí al suelo y justo cuando el asirio levantaba
su espada para rematarme, ésta se le deslizó de entre las manos,
alcanzando una gran altura, por un instante mi enemigo quedó
desconcertado, momento que aproveché para lanzarle la daga de mi
padre a la desesperada, casi al azar, siendo el caso que le alcanzó
en el cuello, cortándole la yugular.
Y es que, en mi tierra, se adoraba a
muchas divinidades, tanto es así que algunos la nombran como “la
tierra de los mil dioses”. Demasiados, pensaba yo. En mi interior
sentía que había algo superior a los hombres que guiaba nuestro
destino, yo seguía al dios del trueno teshub, más que nada porque
me impresionaban los rayos, pero lo seguía como una superstición.
De todas formas, notaba que algo o alguien me guardaba y me estaba
buscando.
Más tarde, ya en Israel, al
hablar con un sacerdote, éste me diría que el extranjero que se
convertía al Dios de los hebreos, antes de convertirse ya tenía una
chispa de hebreo en su corazón, y pienso que tenía razón.
CAPÍTULO
3.
EN
BUSCA DE AVENTURAS
Cuando terminó mi servicio,
volví al taller de mi padre, pero yo ya no era el mismo. Mi amigo
Ahimelec, me visitaba a menudo, siempre fue un poco rebelde y
utópico, se quejaba de las diferencias que había en relación a la
calidad de vida que tenían los nobles con respecto al pueblo llano.
Veía cómo el ejército hitita iba perdiendo poder a marchas
agigantadas y se ahogaba con los cada vez más atosigantes impuestos.
En muchas ocasiones me había
dicho que necesitaba salir de Karkemish, cambiar de aires, de oficio,
que había oído que cerca de Tiro y Sidón, había un bosque
inagotable de cedros, que los leñadores allí estaban bien pagados y
que, sobre todo, decía él, las jóvenes de la zona tenían fama de ser muy
hermosas. Pero un día convirtió todos esos anhelos en realidad; vino a mi casa y me dijo
que se iba y que se sentiría muy feliz si yo decidía acompañarlo.
No lo dudé, le dije
inmediatamente que sí, pues la verdad es que yo me sentía igual,
del mismo modo que le ocurría a él, en mi cabeza rondaba, a menudo,
la idea de buscar nuevos horizontes. Además, hacía un tiempo que
Harinna se había casado, y mi padre, finalmente, se decidió a tomar
de nuevo esposa.
Se trataba de una viuda,
bastante más joven que él. Y aunque era buena persona, yo no me
sentía cómodo, pues era poco mayor que yo y, además, aunque no
conocí a mi madre, no sé, aunque me alegraba por mi padre, la
consideraba una extraña que venía a integrarse en un sitio que no
le correspondía.
En fin, que acepté la oferta
de Ahimelec. Tan sólo le pedí me diera un día para despedirme de
mi padre y hermana –pues algo me decía que no volvería a verlos-
a lo que él accedió.
Cuando se lo comenté a mi
padre, noté en sus ojos una mezcla de tristeza y resignación, pero
a la vez de comprensión y apoyo, pues era consciente que el futuro
de los jóvenes en Karkemish, no era muy prometedor. Nos abrazamos y
organizamos una gran despedida “a su forma”; llamamos a Harinna y
mi cuñado, comimos, reímos y bebimos mucho vino esa noche, contando
más y más historias y recuerdos de nuestra infancia y vida en
común.
Llegó la hora de despedirse,
Harinna, mi padre y yo, nos fundimos en un gran abrazo, entre
lágrimas. Mi padre, me dio algo de plata y provisiones para el
camino, pese a mis reticencias y, cuando aún no había amanecido,
Ahimelec y yo partimos a escondidas pues él pasaba a ser un
desertor.
Durante días caminábamos de
noche y dormíamos de día. Transitábamos por parajes no habitados
muy precavidamente, hasta que salimos de los términos del reino.
Cuando se nos acabaron las
provisiones recurrimos a la caza, ahí fue realmente donde aprendí a
disparar el arco, Ahimelec tenía mucha puntería y me enseñaba, y
poco a poco fui adquiriendo destreza, sobre todo, porque si no
acertaba, era probable, que no comiera ese día.
Y así tras muchos días de
viaje, llegamos al destino fijado por Ahimelec, la espectacular
ciudad de…
No hay comentarios:
Publicar un comentario