sábado, 1 de junio de 2019

Urías heteo.Un relato novelado. Prólogo y capítulos 1 al 3.



PRÓLOGO


     Oía decir que poco antes de morir, ves tu vida pasar ante tus ojos, lo que te hace recordar, en breves instantes, los hechos que la han marcado. Hoy he podido comprobar que ese dicho es verdadero.

Tuve un mal presentimiento esta mañana, cuando mi general, Joab, me asignó un grupo de hombres distinto al que dirigía habitualmente y me mandó atacar a un grupo de soldados de élite amonitas, que habían salido de la ciudad de Rabá, sitiada por nosotros, para intentar abrir una vía de escape a nuestro asedio.

Me pareció imprudente la orden de que los siguiéramos hasta la misma puerta de entrada, bajo las almenas, por si podíamos abrir una brecha en la muralla, pues aún sus defensas eran fuertes. Además, no estaba muy cómodo con parte de mis nuevos acompañantes, conocía su comportamiento y sus desmanes con el vino y el juego. Pero, como siempre, me encomendé al Eterno y obedecí la orden sin rechistar.

Encontramos al grupo enemigo sobre el mediodía, y entablamos feroz combate al instante. Aunque sufrimos algunas bajas, en poco tiempo herimos a bastantes de nuestros enemigos y los hicimos retroceder hacia su muralla. Entonces, de una forma extraña, mis subordinados se apartaron de mí y fui blanco fácil para los certeros arqueros amonitas. Dos flechas atravesaron mi pecho, intenté mantenerme en pie, pero no pude, y lentamente, caí al suelo.

En ese instante, mis sentidos se agudizaron, el cielo estaba profundamente azul, el viento mecía las hojas de un solitario cedro cercano, y, junto a mí, había algunas de esas extrañas y hermosas flores negras que solo crecen aquí. Y fue entonces cuando pasó; empezaron a fluir recuerdos en mi mente y de una forma intensa reviví acontecimientos que tenía totalmente olvidados.



CAPÍTULO 1.
LA VIDA EN KARKEMISH


La primera imagen que visualicé fue el taller de mi padre en Karkemish. Antiguamente los hititas fuimos un gran imperio, pero tras la invasión de los crueles Pueblos del Mar y el atosigamiento de los asirios, solo quedan pequeños reinos aislados, de los que Karkemish es el principal.

Mi madre murió al poco de darme a luz y mi infancia la pasé ayudando a mi padre, Mursi, a trabajar el hierro en el taller. El trabajo no faltaba, hacíamos elementos decorativos, arreglábamos herramientas, útiles para el campo, armas… Mi padre no era un mal hombre, me trató bien, pero nunca se recuperó del todo de la pérdida de su esposa, a la que amó en gran manera, y de vez en cuando se refugiaba en la bebida.

El taller era su vida, aunque cada vez era más difícil salir adelante, según las leyes hititas hasta la mitad de una semana de trabajo había que dársela al señor del Palacio que dominaba en nuestra zona. También tengo una hermana mayor, Harinna, que es la que se ha encargado de las tareas domésticas desde muy joven, es muy trabajadora y siempre nos llevamos muy bien.

Pese a las dificultades y a su manera, mi padre me enseñó a conducirme honradamente en la vida, era un buen ciudadano. Los hititas tienen unos principios y unas leyes bastante justas en comparación con los de las naciones vecinas; los castigos no son muy severos, la mayoría de los asuntos se resuelven con compensaciones económicas, se intenta imponer cierta justicia y hasta se regula el trato con los esclavos -que son mejor tratados que en muchos sitios-, aunque, los pobres desdichados, sirven de moneda de cambio para arreglar muchos asuntos.

En ese tiempo me parecían unas buenas leyes en general, pues aún no había conocido la Ley del Bendito.

Cumplidos los dieciocho años, las cosas por Karkemish no iban muy bien, cada vez pagábamos más impuestos para sufragar los gastos militares causados por las continuas incursiones de los asirios. Y, lo que es peor, cada vez se requerían más levas para complementar al ejército, tal así, que un día llamaron a mi puerta…me tocó incorporarme a mí.



CAPÍTULO 2.
EN LA MILICIA


-Esto no es un juego, hijo mío, si quieres sobrevivir sé fuerte y no muestres piedad, pues si caes en manos de los asirios no la tendrán de ti. Sométete a tus mandos y no quieras destacar, sé valiente, rogaré a los dioses por ti- con estas palabras mi padre se despidió de mí, regalándome unas botas nuevas (los hititas usamos unas botas características, con las puntas dobladas hacia atrás para proteger nuestros dedos) en las que me ocultó una pequeña, pero pesada, daga de hierro muy afilada.

No pegué ojo en toda la noche. Tenía sentimientos encontrados: Por un lado sentía miedo, inseguridad, tenía mi vida hecha con mi padre, mi hermana y mis amigos. ¿Por qué tenían que arrancarme de ella? Para colmo se escuchaban constantemente noticias de los mozos que morían en batalla, por su falta de experiencia, y ya había asistido a varios de sus funerales. Jóvenes con los que jugué en mi infancia, que nunca volverían a ver el sol.

Por otro lado, me gustaba la idea de aprender a defenderme, a vestirme y conducirme como un soldado, imaginaba que así las chicas se fijarían más en mí y que podría vivir aventuras interesantes. Sin embargo, pronto comprobaría que dichas aventuras no eran, ni por asomo, de lo más gratificantes.

Mi paso por el ejército de Karkemish no fue de lo mejor que me ha pasado, ni mucho menos. Allí perdí mi inocencia, hice bastantes cosas que me avergüenza contar, sufrí peligros y calamidades… pero, tengo que decir, que saqué dos cosas buenas de mi paso por la milicia:

La primera es que encontré a un amigo, más que un amigo, un hermano, Ahimelec. Era oficial de la milicia del rey y el encargado de nuestro entrenamiento, era un joven alegre, ávido de aventuras, altivo, valiente y leal con sus hombres. Era fornido, aunque tenía una voz que no le acompañaba, pues era bastante aguda y hablaba con un tonillo que parecía estar cantando, y yo no lo podía evitar, al escucharlo debía esforzarme para no reír.

Recuerdo la primera vez que lo vi, fue a nuestra llegada al campamento, dio la orden de formar con todo el equipo y nos dijo “¡Con firmeza soldados! ¡Que nadie se mueva! ¡Ni siquiera aunque un hurón empezara a escarbar por la suela de sus botas y comenzara a morderles el dedo gordo del pie! ¡Defiendan con honor a su pueblo! Los hechos destacables de la milicia asiria se puede escribir en la tapadera de una olla, como las que vuestras madres utilizan para cocinar, pero la historia de la milicia hitita ¡necesita muchos cientos de tapaderas para poder contarla!”

Me costó cara la sonrisa que se me dibujó en el rostro al escucharlo, y pasé en formación todo ese día, sin comer como castigo. No empezamos con buen pie, pero luego, con el paso de los días, entablamos una buena amistad, a él le gustaba mi interés por hacer las cosas bien y a mí me gustaba escuchar sus historias. Básicamente, él hablaba y yo escuchaba y reía.

La segunda cosa que aprendí es que los dioses, pensaba entonces yo, tendrían algo preparado para mí, pues en dos ocasiones dos flechas no me alcanzaron por instantes, una vez por agachar la cabeza al ajustarme la espada al cinturón, y otra al detener mi paso y girarme cuando oí que un superior me llamaba. En ambos casos, sentí el aire de las saetas que casi rozaron mi piel… ahora creo, que esas dos flechas, me esperaban en un momento futuro.

En otra ocasión un veterano asirio de gran estatura –los hititas por lo general no somos altos, aunque sí fornidos, por el hábitat montañoso en el que nos movemos- arremetió contra mí, resistí varios de sus mandobles, gracias más a la fortaleza de mis brazos -curtidos con el martillo en el taller- que al poco entrenamiento recibido, pero aun así no podía contenerlo. Caí al suelo y justo cuando el asirio levantaba su espada para rematarme, ésta se le deslizó de entre las manos, alcanzando una gran altura, por un instante mi enemigo quedó desconcertado, momento que aproveché para lanzarle la daga de mi padre a la desesperada, casi al azar, siendo el caso que le alcanzó en el cuello, cortándole la yugular.

Y es que, en mi tierra, se adoraba a muchas divinidades, tanto es así que algunos la nombran como “la tierra de los mil dioses”. Demasiados, pensaba yo. En mi interior sentía que había algo superior a los hombres que guiaba nuestro destino, yo seguía al dios del trueno teshub, más que nada porque me impresionaban los rayos, pero lo seguía como una superstición. De todas formas, notaba que algo o alguien me guardaba y me estaba buscando.

Más tarde, ya en Israel, al hablar con un sacerdote, éste me diría que el extranjero que se convertía al Dios de los hebreos, antes de convertirse ya tenía una chispa de hebreo en su corazón, y pienso que tenía razón.




CAPÍTULO 3.
EN BUSCA DE AVENTURAS


Cuando terminó mi servicio, volví al taller de mi padre, pero yo ya no era el mismo. Mi amigo Ahimelec, me visitaba a menudo, siempre fue un poco rebelde y utópico, se quejaba de las diferencias que había en relación a la calidad de vida que tenían los nobles con respecto al pueblo llano. Veía cómo el ejército hitita iba perdiendo poder a marchas agigantadas y se ahogaba con los cada vez más atosigantes impuestos.

En muchas ocasiones me había dicho que necesitaba salir de Karkemish, cambiar de aires, de oficio, que había oído que cerca de Tiro y Sidón, había un bosque inagotable de cedros, que los leñadores allí estaban bien pagados y que, sobre todo, decía él, las jóvenes de la zona tenían fama de ser muy hermosas. Pero un día convirtió todos esos anhelos en realidad; vino a mi casa y me dijo que se iba y que se sentiría muy feliz si yo decidía acompañarlo.

No lo dudé, le dije inmediatamente que sí, pues la verdad es que yo me sentía igual, del mismo modo que le ocurría a él, en mi cabeza rondaba, a menudo, la idea de buscar nuevos horizontes. Además, hacía un tiempo que Harinna se había casado, y mi padre, finalmente, se decidió a tomar de nuevo esposa.

Se trataba de una viuda, bastante más joven que él. Y aunque era buena persona, yo no me sentía cómodo, pues era poco mayor que yo y, además, aunque no conocí a mi madre, no sé, aunque me alegraba por mi padre, la consideraba una extraña que venía a integrarse en un sitio que no le correspondía.

En fin, que acepté la oferta de Ahimelec. Tan sólo le pedí me diera un día para despedirme de mi padre y hermana –pues algo me decía que no volvería a verlos- a lo que él accedió.

Cuando se lo comenté a mi padre, noté en sus ojos una mezcla de tristeza y resignación, pero a la vez de comprensión y apoyo, pues era consciente que el futuro de los jóvenes en Karkemish, no era muy prometedor. Nos abrazamos y organizamos una gran despedida “a su forma”; llamamos a Harinna y mi cuñado, comimos, reímos y bebimos mucho vino esa noche, contando más y más historias y recuerdos de nuestra infancia y vida en común.

Llegó la hora de despedirse, Harinna, mi padre y yo, nos fundimos en un gran abrazo, entre lágrimas. Mi padre, me dio algo de plata y provisiones para el camino, pese a mis reticencias y, cuando aún no había amanecido, Ahimelec y yo partimos a escondidas pues él pasaba a ser un desertor.

Durante días caminábamos de noche y dormíamos de día. Transitábamos por parajes no habitados muy precavidamente, hasta que salimos de los términos del reino.

Cuando se nos acabaron las provisiones recurrimos a la caza, ahí fue realmente donde aprendí a disparar el arco, Ahimelec tenía mucha puntería y me enseñaba, y poco a poco fui adquiriendo destreza, sobre todo, porque si no acertaba, era probable, que no comiera ese día.

Y así tras muchos días de viaje, llegamos al destino fijado por Ahimelec, la espectacular ciudad de…



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