sábado, 8 de junio de 2019

Urias heteo. Un relato novelado. Capítulos 4 al 7.

CAPÍTULO 4.
TIRO


La ciudad estaba dividida en dos partes, la principal y más hermosa estaba en una pequeña isla, situada a unas doscientas cañas de la costa, y en esta, se encontraban los suburbios, donde se contrataban los trabajos y se organizaban las exportaciones de una de sus principales riquezas: la madera de sus espectaculares cedros.

Después de descansar un par de días en una posada, acudimos a uno de los principales contratistas de leñadores, el cual en seguida nos vio, nos dio trabajo pues nuestro aspecto era robusto.

Al siguiente día, partimos a los montes cercanos, al inagotable bosque de imponentes cedros y ahí comenzó nuestra época de leñadores. El trabajo era muy duro y peligroso, de vez en cuando, alguien se hería con el hacha, o lo que es peor, quedaba aplastado por uno de los árboles. Pero aprendimos rápido, y el jornal estaba bien remunerado, pues los tirios exportaban la madera a muchas naciones, ya que ésta tenía muy buena fama por todo el mundo, estando cotizadísima.

Daba la impresión de que el plan de Ahimelec había dado resultado, estábamos bien pagados, –aunque parecía que nuestras ganancias nos quemaban en las manos, pues tal como las cogíamos, las gastábamos- éramos y nos sentíamos hombres libres.

La ciudad de Tiro era preciosa y allí se encontraban toda clase de objetos provenientes de los cuatro puntos cardinales del mundo: mármol de Tharsis, seda de los países más lejanos del oriente, especias de Arabia, oro, plata, metales…apenas había agricultura autóctona, pues importaban los cereales.

Existían multitud de talleres donde procesaban toda la materia prima, que conseguían sus expertos navegantes, por todo el Mediterráneo. Manufacturaban unas telas teñidas en color púrpura, que eran la envidia de todos los pueblos alrededor.

Pero de todas las maravillas, sus mujeres –decía el incorregible Ahimelec- eran las más hermosas. Y yo tengo que reconocer que lo eran, además, vestían mucho más vistosamente que las de nuestra tierra y tenían un carácter extrovertido y alegre, tal es así que eran ellas muchas veces, las que daban el primer paso a la hora de elegir pareja.

Trabajaban en los talleres, algunas eran dueñas de los mismos, y después, coincidíamos con ellas en los muchos sitios que había en Tiro para beber y divertirse. Ni que decir tiene que Ahimelec tuvo muchísimo más éxito que yo, en lo que a las muchachas tirias se refiere.

En Tiro también se trabajaba el hierro -de una forma mucho más avanzada que en Karkemish- por lo que podría haberme ganado la vida en cualquier taller, pero, la verdad, es que prefería el olor del monte por la mañana, respirar ese aire tan puro y contemplar esa belleza natural que me sobrecogía, y me hacía preguntarme qué dioses la habrían creado.

Sin embargo, a pesar de que todo parecía ir bien, al llegar la noche, cuando me encontraba en la cama, sentía un gran vacío en mi interior. Notaba que ese no era mi sitio, que había algo o alguien esperándome, un destino, una misión que cumplir. Intenté buscar respuestas en el templo de Baal, uno de los pocos dioses de los tirios, pero no las hallé, además, aunque los dirigentes de la ciudad no son muy religiosos, me sobrecogió el fanatismo de algunos, que aún ofrecían a sus propios hijos en sacrificio.

Pero una mañana, algo nuevo sucedió. El trabajo no paraba de aumentar y venía gente de diversos sitios. Ese día se unió un grupo de hebreos a nuestro tajo y un tirio que estaba con nosotros nos susurró mientras los mirábamos: “son gente extraña estos hebreos, es increíble que hayan conseguido asentarse en Canaán… ahora incluso tienen un rey.”

-¿Hebreos?- le pregunté, -¿no es de ellos de quienes hablan esas leyendas de hechos milagrosos ocurridos en Egipto hace tiempo, leyendas que incluso llegaron a Karkemish?-

-Sí, ellos son, no sé si será verdad lo que cuentan, y si su Dios los libró entonces y aún les guarda y guía, pero lo cierto es que ahí siguen.

Pero, lo que te digo, son gente extraña, tienen prohibido comer ciertos alimentos e incluso hay un día de la semana que no trabajan, de tal manera que hasta se abstienen de hacer fuego en sus hogares en ese día. Lo llaman el sabat o día de reposo. Lo sé porque, a veces, los capataces se enfadan con ellos, cuando dejan el tajo ese día.-

Y fue entonces cuando lo vimos por primera vez, me refiero a…


CAPÍTULO 5.
ELIAM


Eliam, ¡qué trabajador y buen compañero era! Cayó en nuestro grupo de trabajo junto con otros hebreos, tenía treinta y pocos años y era un hombre alto y fibroso.

Por su físico yo pensaba, y no me equivocaba, que tenía experiencia también en la batalla. Me llamó la atención su amabilidad con los compañeros, pero a la vez, no entraba en las conversaciones subidas de tono, ni tampoco se le escuchaba una mala palabra, había algo en él que me intrigaba.

Apenas cogí un poco de confianza, no pude contener más mi curiosidad y, aprovechando que estábamos cerca el uno del otro, cada uno con su hacha, dándole que te pego a los cedros, le pregunté:

-Eliam, ¿de veras crees lo que cuentan de tus dioses, que hicieron maravillas para sacar a vuestros antepasados de la esclavitud, allá en tierra de Egipto? En mi tierra se cuentan numerosas leyendas de muchísimos dioses, pero la verdad Eliam, es que yo no me las termino de creer- le dije tomándome un pequeño respiro, secándome el sudor de la frente.

-¿Dioses? Nosotros no tenemos “dioses” en plural, tan sólo Uno es Dios, y su Nombre es grande y admirable en toda la tierra.- Me respondió.

Esas palabras me desconcertaron, yo estaba acostumbrado a oír hablar de cientos de dioses…-¿Sólo un Dios?, ¿dónde puedo ver su imagen? O ¿cuál es su Nombre?- le pregunté asombrado.

-El es el Dios que ha creado todo lo que vemos, pero a Él nadie lo ha visto, no hay escultura que pueda representarlo, ni artífice lo suficientemente bueno para plasmar su gloria.

Tan sólo un hombre, Moisés, habló con Él como quien habla con un amigo, y por medio de este hombre es que el Eterno hizo esas grandes maravillas de las que has oído hablar, y a él le fue dada también la Ley Sagrada, que el Bendito nos mandó obedecer.- me respondió.

Yo notaba que se emocionaba al decirme estas palabras, tanto que se le ponían los vellos de punta. Y, acto seguido, paró un momento de dar tajos con el hacha, me miró y me dijo:

-Su Nombre es Yahweh.-

Algo ocurrió en mi interior al escuchar su Nombre, sonaba como una dulce melodía “..i..a..u..e..”, tuve que dejar el hacha también, y por un momento, sentí paz en mi interior. Es más, creo que fue el escuchar su Nombre en los labios de Eliam, el punto de inflexión en mi vida que ya no volvería a ser la misma.

Todos los días procuraba ponerme cerca suya, le preguntaba y preguntaba, y él me contaba en detalle la historia de Abraham, Isaac y Jacob los patriarcas, de las plagas de Egipto, de la peregrinación por el desierto, de los jueces Gedeón, Sansón… me quedaba boquiabierto, y Ahimelec, para mi sorpresa, también se acercaba y escuchaba nuestras conversaciones, y aunque se lo tomaba todo a broma, yo sabía que a él también le gustaba escucharlo.

Me llamaba tremendamente la atención que guardaran reposo el sábado y comentaran sobre la Torah –así es como llaman a la Ley del Bendito- ¡qué maravilla! Se notaba que era Ley de Dios. Eliam tenía un manto, blanco con algunas franjas azules, “el manto de oración”, lo llamaba, que se ponía ese día, el sabat, cuando leía u oraba a su Dios.
Decía que este manto le ayudaba a concentrarse, a desconectarse del mundo exterior y le ayudaba a entrar en comunión con el Eterno. En sus bordes tenía unos flecos que, me contaba, le recordaban los mandamientos del Creador.

Esta Ley que seguía Eliam, sí que era una Ley tremendamente justa, que le daba el primer lugar al Creador, pero que también mandaba cuidar y amar a las personas, e incluso a los animales y a las plantas. Amar al Creador sobre todas las cosas y con todas las fuerza, y amar al prójimo como a uno mismo, jamás había escuchado tales cosas.

Uno de esos sábados estaba hablando con Eliam, y él empezó a explicarme algo sobre un objeto al que llamaba el Arca Sagrada. Justo en ese momento Ahimelec nos interrumpió:

-¡Vamos Urías, aséate que nos vamos de fiesta, rápido, la vida es breve y el momento que se va ya no vuelve!- y tal como era mi costumbre, le hice caso. Me acicalé un poco y nos dirigimos hacia el centro de Tiro.

Sin embargo, algo había cambiado en mí, sentía como un fuego interior en mi pecho que no me dejaba respirar, y tras caminar un trecho le dije a mi amigo:
-Ahimelec, sigue sin mí, amigo mío, necesito saber más acerca de esta creencia y este Dios de los hebreos, ¡que te vaya bien!- Ahimelec se quedó desconcertado, intentó convencerme diciéndome que había tiempo para todo en la vida, pero, al ver mi determinación, me dejó ir, quejándose de mi testarudez.

-¡Cuéntame acerca de ese Arca!- exclamé al regresar a la posada y ver a Eliam. Éste se alegró, igualmente, de verme y dijo:

-Para nosotros es importantísima, pues Yahweh nos ha mostrado su poder a través de ella, en numerosas ocasiones. Se puede decir que el Arca es el trono del Eterno aquí en la tierra. Es muy hermosa, está cubierta de oro puro y contiene las tablas de la Ley, que el Bendito escribió con su dedo y entregó a Moisés en el desierto.-

-¿Tablas de piedra escritas por Dios? ¿Las has visto?- pregunté asombrado.

-¿Verlas? ¿estás loco?, el Arca de la Alianza es un objeto tremendamente sagrado. Mira, hace unas décadas fue capturada por los filisteos y en los siete meses que estuvo con ellos, les produjo tumores y desgracias, hasta tal punto que decidieron devolverla. Los israelitas que la recuperaron lo hicieron con gozo, pero cometieron el error de abrirla para mirar en su interior, ¡y murieron cincuenta mil setenta de ellos! Hay unas normas para trasladarla, sólo los Levitas pueden hacerlo… es algo largo de explicar- me respondió Eliam.

Era cuestión de tiempo, y un día que me contó una historia, que le había revelado el profeta Samuel, sobre una moabita, llamada Ruth, que dejó a su tierra y se unió al pueblo de Israel, llegando a ser muy apreciada por la comunidad hebrea, dije:

-Eliam, yo quiero ser como ella, quiero que tu pueblo sea mi pueblo y tu Dios, mi Dios, cuando te oigo hablar de la Torah, siento que el Creador habla a mi corazón.-

-Pues no se hable más, ven conmigo a mi casa y serás recibido como un miembro más de mi familia.- me respondió gozoso. Eliam tenía mujer y siete hijos, cuatro varones y tres hembras, que se habían quedado en Judá con su padre Ahitofel, hombre sabio en gran manera.

Junto con otros hebreos, había venido una temporada para levantar un poco la economía familiar, pero una vez cumplido su cometido, Eliam volvía a su tierra, y yo me iba con él.

-Ahimelec, amigo, me voy a la tierra de Israel, entenderé si no me acompañas, pero sé que has oído al igual que yo de la Ley de Yahweh, y de las maravillas que han sido hechas en medio de este pueblo. No sé muy bien que opinas al respecto, pero yo quiero ir allá.-

-Pues mira- respondió Ahimelec. -Como que estoy harto de tanta madera, y me he acostumbrado a tu compañía, así que ¿por qué no conocer una nueva tierra? Me voy contigo, además yo también quiero oír más acerca de ese Dios del que hablan.- aparte de lo que me dijo era verdad, sé de buena tinta, que se había metido en un lío de faldas de considerable envergadura, pues se había encaprichado de una joven de linaje noble, ya desposada, y la cosa no salió bien, hasta tal punto que incluso su vida podría correr peligro.

Y así fue como partimos con el grupo de Eliam hacia tierra de


CAPÍTULO 6.
JUDÁ


Durante el camino, Eliam nos informó de la historia reciente de Israel; hasta hace poco había estado gobernada por diversos jueces, que se levantaron en momentos difíciles para ellos y que actuaron como libertadores ayudados por el Creador, según nos decía.

No obstante, nos refirió con pena que, muchos hebreos, habían adoptado a los ídolos de las naciones vecinas y se habían apartado de la Torah y que cada cual hacía lo que bien le parecía. Pero, que nuevamente, había esperanza en la tierra de Israel, pues se había erigido un gran profeta, en medio de ellos: Samuel.

Éste hizo volver al pueblo a su Dios y destruyó las esculturas de los dioses ajenos, juzgó a la gente con justicia e Israel se sentía seguro y bajo el favor de Yahweh. No obstante, cuando ya era viejo, sus hijos, que en un principio estaban destinados a continuar su obra, no siguieron su camino, sino que se dejaron sobornar y se corrompieron delante del pueblo.

Entonces los israelitas buscaron a Samuel y le pidieron que nombrara un rey para ellos, para que pudieran equipararse a las demás naciones; un rey que los llevara a la guerra y les garantizase seguridad.

En un principio la idea no agradó al profeta, pues era el Eterno el único que verdaderamente podía guiar y proteger a Israel. Pero tras consultarle, accedió a nombrarles rey, advirtiéndoles de las cargas que les impondría.

El elegido fue el que gobernaba actualmente en Israel, Saúl, un hombre fuerte y alto, de la tribu de Benjamín, que en un principio parecía tener el favor de la gente, pero que últimamente tenía un comportamiento extraño, de hecho, parecía que no les agradaba demasiado.

Y efectivamente, así era, pues continuando en el camino, Eliam nos dijo que conocía personalmente a Samuel. Y que este le había revelado que el Eterno tenía preparado a otro mejor que Saúl para el trono de Israel, otra persona que él conocía, y fue en ese instante donde oí hablar por primera vez de David Ben Isaí (hijo de Isaí). No podía ni imaginar las aventuras que viviría bajo las órdenes de este hombre poco tiempo después de que Eliam nos hablara estas palabras.

-La primera vez que lo vi apenas era un muchacho- dijo Eliam refiriéndose a David. –Junto con otros hombres de mi ciudad, Gilo, me uní al ejército de Saúl para enfrentar a los filisteos que se habían preparado para la batalla en el valle de Elah. En mi grupo de cincuenta, había tres hermanos, hijos de Isaí, de Belén y yo tenía amistad con el mayor de ellos Eliab.

Llevábamos varios días acampados ejército frente a ejército, con el valle en medio. Y todas las jornadas, Goliat, un hombre de gran estatura, descendiente de gigantes, y de aspecto temible, nos retaba blasfemando en contra de nuestro Dios. Quería que algún israelita aceptara luchar contra él, un combate entre dos guerreros en vez de entre dos ejércitos. Pero nadie de nosotros se atrevía a aceptar dicho reto, pues su aspecto era temible en gran manera.

En esto llegó David, mandado por su padre, para proveer de víveres a sus hermanos, estos que estaban conmigo. Y se indignó al escuchar las arrogantes palabras del filisteo, dando a entender que él mismo se enfrentaría con él. Su hermano Eliab le increpó (bajo mi punto de vista injustamente. Me dio la sensación que le tenía un poco de envidia o celos), pero aun así David siguió en su empeño hasta que lo condujeron a la presencia del rey Saúl.

No sé que es lo que le diría al rey, pero el caso es que poco después lo vimos cruzando el valle al encuentro del filisteo, ¡y tan sólo llevaba una honda y un cayado como armas!

Todos estábamos expectantes, asombrados por el valor de este joven, aunque creo que ninguno apostábamos nada por él. Quizás por eso el grito de júbilo hizo temblar la tierra, cuando comprobamos que el certero lanzamiento de su honda, había tumbado al pertrechado y fornido gigante.

Realmente, vimos que el Eterno lo había llevado a la victoria, y contagiados por la euforia, atacamos y logramos vencer a nuestros enemigos de una forma aplastante.

A partir de ese momento, David se trasladó a palacio y sirve con honestidad y valentía al Rey. Con el paso del tiempo se ha casado con su hija Mical, y actualmente es jefe de mil (o, al menos, lo era cuando salimos para Tiro). Y cada vez que entra y sale en batalla, el Eterno le da la victoria. Ha hallado gracia en el pueblo y hasta las mujeres le dedican canciones.-


CAPÍTULO 7
UN SUEÑO ESPECIAL


Y así, entre historia e historia, íbamos andando el camino. Un día, antes de bajar al valle de Jezreel (por cierto, ahora entendía por qué se habían librado tantas batallas en él, era el escenario perfecto, un ruedo de combate), paramos en una aldea en una región montañosa, al norte de dicho valle.

Estábamos cansados, y no sé si sería a causa de todas estas historias, tuve un sueño, en ese lugar, que me impactó grandemente.

Soñé que me levantaba y miraba a mi alrededor. Todo era un puro desierto, entonces, vi a un ser alado, como los que según Eliam, decoraban el Arca, sembrar una semilla ante mí, exclamando:

-¡He aquí el Renuevo!- entonces vi brotar una planta de olivo, que creció rápidamente, y de sus raíces brotaban manantiales inagotables de agua. Bebí de ellas y sentí un bienestar que nunca antes había experimentado.

-En este lugar, aparentemente irrelevante, crecerá el que saciará a los sedientos con el agua de vida inagotable, y tú conocerás a alguno de sus ascendientes- me dijo el ser y al instante desperté.

Se lo conté a Eliam, pues nunca había tenido un sueño así, de hecho casi nunca me acuerdo de lo que sueño. Pensé que él no le daría importancia, sin embargo me dijo:

-No sé que es lo que significa tu sueño, pero es evidente que el Eterno te ha revelado que en este lugar crecerá alguien que será grande en Israel- y seguidamente adoró.

Seguimos nuestro camino, y paso a paso, por fin llegamos a conocer lo que sería…


No hay comentarios:

Publicar un comentario