CAPÍTULO 4.
TIRO
La ciudad estaba dividida en dos partes, la principal y
más hermosa estaba en una pequeña isla, situada a unas doscientas
cañas de la costa, y en esta, se encontraban los suburbios, donde
se contrataban los trabajos y se organizaban las exportaciones de una
de sus principales riquezas: la madera de sus espectaculares cedros.
Después de descansar un par de días en una posada,
acudimos a uno de los principales contratistas de leñadores, el cual
en seguida nos vio, nos dio trabajo pues nuestro aspecto era robusto.
Al siguiente día, partimos a los montes cercanos, al
inagotable bosque de imponentes cedros y ahí comenzó nuestra época
de leñadores. El trabajo era muy duro y peligroso, de vez en cuando,
alguien se hería con el hacha, o lo que es peor, quedaba aplastado
por uno de los árboles. Pero aprendimos rápido, y el jornal estaba
bien remunerado, pues los tirios exportaban la madera a muchas
naciones, ya que ésta tenía muy buena fama por todo el mundo, estando cotizadísima.
Daba la impresión de que el plan de Ahimelec había dado
resultado, estábamos bien pagados, –aunque parecía que nuestras
ganancias nos quemaban en las manos, pues tal como las cogíamos, las
gastábamos- éramos y nos sentíamos hombres libres.
La ciudad de Tiro era preciosa y allí se encontraban
toda clase de objetos provenientes de los cuatro puntos cardinales
del mundo: mármol de Tharsis, seda de los países más lejanos del
oriente, especias de Arabia, oro, plata, metales…apenas había
agricultura autóctona, pues importaban los cereales.
Existían multitud de talleres donde procesaban toda la
materia prima, que conseguían sus expertos navegantes, por todo el
Mediterráneo. Manufacturaban unas telas teñidas en color púrpura,
que eran la envidia de todos los pueblos alrededor.
Pero de todas las maravillas, sus mujeres –decía el
incorregible Ahimelec- eran las más hermosas. Y yo tengo que
reconocer que lo eran, además, vestían mucho más vistosamente que
las de nuestra tierra y tenían un carácter extrovertido y alegre,
tal es así que eran ellas muchas veces, las que daban el primer paso
a la hora de elegir pareja.
Trabajaban en los talleres, algunas eran dueñas de los
mismos, y después, coincidíamos con ellas en los muchos sitios que
había en Tiro para beber y divertirse. Ni que decir tiene que
Ahimelec tuvo muchísimo más éxito que yo, en lo que a las
muchachas tirias se refiere.
En Tiro también se trabajaba el hierro -de una forma
mucho más avanzada que en Karkemish- por lo que podría haberme
ganado la vida en cualquier taller, pero, la verdad, es que prefería
el olor del monte por la mañana, respirar ese aire tan puro y
contemplar esa belleza natural que me sobrecogía, y me hacía
preguntarme qué dioses la habrían creado.
Sin embargo, a pesar de que todo parecía ir bien, al
llegar la noche, cuando me encontraba en la cama, sentía un gran
vacío en mi interior. Notaba que ese no era mi sitio, que había
algo o alguien esperándome, un destino, una misión que cumplir.
Intenté buscar respuestas en el templo de Baal, uno de los pocos
dioses de los tirios, pero no las hallé, además, aunque los
dirigentes de la ciudad no son muy religiosos, me sobrecogió el
fanatismo de algunos, que aún ofrecían a sus propios hijos en
sacrificio.
Pero una mañana, algo nuevo sucedió. El trabajo no
paraba de aumentar y venía gente de diversos sitios. Ese día se
unió un grupo de hebreos a nuestro tajo y un tirio que estaba con
nosotros nos susurró mientras los mirábamos: “son gente extraña
estos hebreos, es increíble que hayan conseguido asentarse en
Canaán… ahora incluso tienen un rey.”
-¿Hebreos?- le pregunté, -¿no es de ellos de quienes
hablan esas leyendas de hechos milagrosos ocurridos en Egipto hace
tiempo, leyendas que incluso llegaron a Karkemish?-
-Sí, ellos son, no sé si será verdad lo que cuentan,
y si su Dios los libró entonces y aún les guarda y guía, pero lo
cierto es que ahí siguen.
Pero, lo que te digo, son gente extraña, tienen
prohibido comer ciertos alimentos e incluso hay un día de la semana
que no trabajan, de tal manera que hasta se abstienen de hacer fuego
en sus hogares en ese día. Lo llaman el sabat o día de reposo. Lo
sé porque, a veces, los capataces se enfadan con ellos, cuando dejan
el tajo ese día.-
Y fue entonces cuando lo vimos por primera vez, me
refiero a…
CAPÍTULO 5.
ELIAM
Eliam, ¡qué trabajador y buen compañero era! Cayó en
nuestro grupo de trabajo junto con otros hebreos, tenía treinta y
pocos años y era un hombre alto y fibroso.
Por su físico yo pensaba, y no me equivocaba, que tenía
experiencia también en la batalla. Me llamó la atención su
amabilidad con los compañeros, pero a la vez, no entraba en las
conversaciones subidas de tono, ni tampoco se le escuchaba una mala
palabra, había algo en él que me intrigaba.
Apenas cogí un poco de confianza, no pude contener más
mi curiosidad y, aprovechando que estábamos cerca el uno del otro,
cada uno con su hacha, dándole que te pego a los cedros, le
pregunté:
-Eliam, ¿de veras crees lo que cuentan de tus dioses,
que hicieron maravillas para sacar a vuestros antepasados de la
esclavitud, allá en tierra de Egipto? En mi tierra se cuentan
numerosas leyendas de muchísimos dioses, pero la verdad Eliam, es
que yo no me las termino de creer- le dije tomándome un pequeño
respiro, secándome el sudor de la frente.
-¿Dioses? Nosotros no tenemos “dioses” en plural,
tan sólo Uno es Dios, y su Nombre es grande y admirable en toda la
tierra.- Me respondió.
Esas palabras me desconcertaron, yo estaba acostumbrado
a oír hablar de cientos de dioses…-¿Sólo un Dios?, ¿dónde
puedo ver su imagen? O ¿cuál es su Nombre?- le pregunté asombrado.
-El es el Dios que ha creado todo lo que vemos, pero a
Él nadie lo ha visto, no hay escultura que pueda representarlo, ni
artífice lo suficientemente bueno para plasmar su gloria.
Tan sólo un hombre, Moisés, habló con Él como quien
habla con un amigo, y por medio de este hombre es que el Eterno hizo
esas grandes maravillas de las que has oído hablar, y a él le fue
dada también la Ley Sagrada, que el Bendito nos mandó obedecer.- me
respondió.
Yo notaba que se emocionaba al decirme estas palabras,
tanto que se le ponían los vellos de punta. Y, acto seguido, paró
un momento de dar tajos con el hacha, me miró y me dijo:
-Su Nombre es Yahweh.-
Algo ocurrió en mi interior al escuchar su Nombre,
sonaba como una dulce melodía “..i..a..u..e..”, tuve que dejar
el hacha también, y por un momento, sentí paz en mi interior. Es
más, creo que fue el escuchar su Nombre en los labios de Eliam, el
punto de inflexión en mi vida que ya no volvería a ser la misma.
Todos los días procuraba ponerme cerca suya, le
preguntaba y preguntaba, y él me contaba en detalle la historia de
Abraham, Isaac y Jacob los patriarcas, de las plagas de Egipto, de la
peregrinación por el desierto, de los jueces Gedeón, Sansón… me
quedaba boquiabierto, y Ahimelec, para mi sorpresa, también se
acercaba y escuchaba nuestras conversaciones, y aunque se lo tomaba
todo a broma, yo sabía que a él también le gustaba escucharlo.
Me llamaba tremendamente la atención que guardaran
reposo el sábado y comentaran sobre la Torah –así es como llaman
a la Ley del Bendito- ¡qué maravilla! Se notaba que era Ley de
Dios. Eliam tenía un manto, blanco con algunas franjas azules, “el
manto de oración”, lo llamaba, que se ponía ese día, el sabat,
cuando leía u oraba a su Dios.
Decía que este manto le ayudaba a concentrarse, a
desconectarse del mundo exterior y le ayudaba a entrar en comunión
con el Eterno. En sus bordes tenía unos flecos que, me contaba, le
recordaban los mandamientos del Creador.
Esta Ley que seguía Eliam, sí que era una Ley
tremendamente justa, que le daba el primer lugar al Creador, pero que
también mandaba cuidar y amar a las personas, e incluso a los
animales y a las plantas. Amar al Creador sobre todas las cosas y con
todas las fuerza, y amar al prójimo como a uno mismo, jamás había
escuchado tales cosas.
Uno de esos sábados estaba hablando con Eliam, y él
empezó a explicarme algo sobre un objeto al que llamaba el Arca
Sagrada. Justo en ese momento Ahimelec nos interrumpió:
-¡Vamos Urías, aséate que nos vamos de fiesta,
rápido, la vida es breve y el momento que se va ya no vuelve!- y tal
como era mi costumbre, le hice caso. Me acicalé un poco y nos
dirigimos hacia el centro de Tiro.
Sin embargo, algo había cambiado en mí, sentía como
un fuego interior en mi pecho que no me dejaba respirar, y tras
caminar un trecho le dije a mi amigo:
-Ahimelec, sigue sin mí, amigo mío, necesito saber más
acerca de esta creencia y este Dios de los hebreos, ¡que te vaya
bien!- Ahimelec se quedó desconcertado, intentó convencerme
diciéndome que había tiempo para todo en la vida, pero, al ver mi
determinación, me dejó ir, quejándose de mi testarudez.
-¡Cuéntame acerca de ese Arca!- exclamé al regresar a
la posada y ver a Eliam. Éste se alegró, igualmente, de verme y
dijo:
-Para nosotros es importantísima, pues Yahweh nos ha
mostrado su poder a través de ella, en numerosas ocasiones. Se puede
decir que el Arca es el trono del Eterno aquí en la tierra. Es muy
hermosa, está cubierta de oro puro y contiene las tablas de la Ley,
que el Bendito escribió con su dedo y entregó a Moisés en el
desierto.-
-¿Tablas de piedra escritas por Dios? ¿Las has visto?-
pregunté asombrado.
-¿Verlas? ¿estás loco?, el Arca de la Alianza es un
objeto tremendamente sagrado. Mira, hace unas décadas fue capturada
por los filisteos y en los siete meses que estuvo con ellos, les
produjo tumores y desgracias, hasta tal punto que decidieron
devolverla. Los israelitas que la recuperaron lo hicieron con gozo,
pero cometieron el error de abrirla para mirar en su interior, ¡y
murieron cincuenta mil setenta de ellos! Hay unas normas para
trasladarla, sólo los Levitas pueden hacerlo… es algo largo de
explicar- me respondió Eliam.
Era cuestión de tiempo, y un día que me contó una
historia, que le había revelado el profeta Samuel, sobre una
moabita, llamada Ruth, que dejó a su tierra y se unió al pueblo de
Israel, llegando a ser muy apreciada por la comunidad hebrea, dije:
-Eliam, yo quiero ser como ella, quiero que tu pueblo
sea mi pueblo y tu Dios, mi Dios, cuando te oigo hablar de la Torah,
siento que el Creador habla a mi corazón.-
-Pues no se hable más, ven conmigo a mi casa y serás
recibido como un miembro más de mi familia.- me respondió gozoso.
Eliam tenía mujer y siete hijos, cuatro varones y tres hembras, que
se habían quedado en Judá con su padre Ahitofel, hombre sabio en
gran manera.
Junto con otros hebreos, había venido una temporada
para levantar un poco la economía familiar, pero una vez cumplido su
cometido, Eliam volvía a su tierra, y yo me iba con él.
-Ahimelec, amigo, me voy a la tierra de Israel,
entenderé si no me acompañas, pero sé que has oído al igual que
yo de la Ley de Yahweh, y de las maravillas que han sido hechas en
medio de este pueblo. No sé muy bien que opinas al respecto, pero yo
quiero ir allá.-
-Pues mira- respondió Ahimelec. -Como que estoy harto
de tanta madera, y me he acostumbrado a tu compañía, así que ¿por
qué no conocer una nueva tierra? Me voy contigo, además yo también
quiero oír más acerca de ese Dios del que hablan.- aparte de lo que
me dijo era verdad, sé de buena tinta, que se había metido en un
lío de faldas de considerable envergadura, pues se había
encaprichado de una joven de linaje noble, ya desposada, y la cosa no
salió bien, hasta tal punto que incluso su vida podría correr
peligro.
Y así fue como partimos con el grupo de Eliam hacia
tierra de
CAPÍTULO 6.
JUDÁ
Durante el camino, Eliam nos informó de la historia
reciente de Israel; hasta hace poco había estado gobernada por
diversos jueces, que se levantaron en momentos difíciles para ellos
y que actuaron como libertadores ayudados por el Creador, según nos
decía.
No obstante, nos refirió con pena que, muchos hebreos,
habían adoptado a los ídolos de las naciones vecinas y se habían
apartado de la Torah y que cada cual hacía lo que bien le parecía.
Pero, que nuevamente, había esperanza en la tierra de Israel, pues
se había erigido un gran profeta, en medio de ellos: Samuel.
Éste hizo volver al pueblo a su Dios y destruyó las
esculturas de los dioses ajenos, juzgó a la gente con justicia e
Israel se sentía seguro y bajo el favor de Yahweh. No obstante,
cuando ya era viejo, sus hijos, que en un principio estaban
destinados a continuar su obra, no siguieron su camino, sino que se
dejaron sobornar y se corrompieron delante del pueblo.
Entonces los israelitas buscaron a Samuel y le pidieron
que nombrara un rey para ellos, para que pudieran equipararse a las
demás naciones; un rey que los llevara a la guerra y les garantizase
seguridad.
En un principio la idea no agradó al profeta, pues era
el Eterno el único que verdaderamente podía guiar y proteger a
Israel. Pero tras consultarle, accedió a nombrarles rey,
advirtiéndoles de las cargas que les impondría.
El elegido fue el que gobernaba actualmente en Israel,
Saúl, un hombre fuerte y alto, de la tribu de Benjamín, que en un
principio parecía tener el favor de la gente, pero que últimamente
tenía un comportamiento extraño, de hecho, parecía que no les
agradaba demasiado.
Y efectivamente, así era, pues continuando en el
camino, Eliam nos dijo que conocía personalmente a Samuel. Y que
este le había revelado que el Eterno tenía preparado a otro mejor
que Saúl para el trono de Israel, otra persona que él conocía, y
fue en ese instante donde oí hablar por primera vez de David Ben
Isaí (hijo de Isaí). No podía ni imaginar las aventuras que
viviría bajo las órdenes de este hombre poco tiempo después de que
Eliam nos hablara estas palabras.
-La primera vez que lo vi apenas era un muchacho- dijo
Eliam refiriéndose a David. –Junto con otros hombres de mi ciudad,
Gilo, me uní al ejército de Saúl para enfrentar a los filisteos
que se habían preparado para la batalla en el valle de Elah. En mi
grupo de cincuenta, había tres hermanos, hijos de Isaí, de Belén y
yo tenía amistad con el mayor de ellos Eliab.
Llevábamos varios días acampados ejército frente a
ejército, con el valle en medio. Y todas las jornadas, Goliat, un
hombre de gran estatura, descendiente de gigantes, y de aspecto
temible, nos retaba blasfemando en contra de nuestro Dios. Quería
que algún israelita aceptara luchar contra él, un combate entre dos
guerreros en vez de entre dos ejércitos. Pero nadie de nosotros se
atrevía a aceptar dicho reto, pues su aspecto era temible en gran
manera.
En esto llegó David, mandado por su padre, para proveer
de víveres a sus hermanos, estos que estaban conmigo. Y se indignó
al escuchar las arrogantes palabras del filisteo, dando a entender
que él mismo se enfrentaría con él. Su hermano Eliab le increpó
(bajo mi punto de vista injustamente. Me dio la sensación que le
tenía un poco de envidia o celos), pero aun así David siguió en su
empeño hasta que lo condujeron a la presencia del rey Saúl.
No sé que es lo que le diría al rey, pero el caso es
que poco después lo vimos cruzando el valle al encuentro del
filisteo, ¡y tan sólo llevaba una honda y un cayado como armas!
Todos estábamos expectantes, asombrados por el valor de
este joven, aunque creo que ninguno apostábamos nada por él. Quizás
por eso el grito de júbilo hizo temblar la tierra, cuando
comprobamos que el certero lanzamiento de su honda, había tumbado al
pertrechado y fornido gigante.
Realmente, vimos que el Eterno lo había llevado a la
victoria, y contagiados por la euforia, atacamos y logramos vencer a
nuestros enemigos de una forma aplastante.
A partir de ese momento, David se trasladó a palacio y
sirve con honestidad y valentía al Rey. Con el paso del tiempo se ha
casado con su hija Mical, y actualmente es jefe de mil (o, al menos,
lo era cuando salimos para Tiro). Y cada vez que entra y sale en
batalla, el Eterno le da la victoria. Ha hallado gracia en el pueblo
y hasta las mujeres le dedican canciones.-
CAPÍTULO 7
UN SUEÑO ESPECIAL
Y así, entre historia e historia, íbamos andando el
camino. Un día, antes de bajar al valle de Jezreel (por cierto,
ahora entendía por qué se habían librado tantas batallas en él,
era el escenario perfecto, un ruedo de combate), paramos en una aldea
en una región montañosa, al norte de dicho valle.
Estábamos cansados, y no sé si sería a causa de
todas estas historias, tuve un sueño, en ese lugar, que me impactó
grandemente.
Soñé que me levantaba y miraba a mi alrededor. Todo
era un puro desierto, entonces, vi a un ser alado, como los que según
Eliam, decoraban el Arca, sembrar una semilla ante mí, exclamando:
-¡He aquí el Renuevo!- entonces vi brotar una planta
de olivo, que creció rápidamente, y de sus raíces brotaban
manantiales inagotables de agua. Bebí de ellas y sentí un bienestar
que nunca antes había experimentado.
-En este lugar, aparentemente irrelevante, crecerá el
que saciará a los sedientos con el agua de vida inagotable, y tú
conocerás a alguno de sus ascendientes- me dijo el ser y al instante
desperté.
Se lo conté a Eliam, pues nunca había tenido un sueño
así, de hecho casi nunca me acuerdo de lo que sueño. Pensé que él
no le daría importancia, sin embargo me dijo:
-No sé que es lo que significa tu sueño, pero es
evidente que el Eterno te ha revelado que en este lugar crecerá
alguien que será grande en Israel- y seguidamente adoró.
Seguimos nuestro camino, y paso a paso, por fin llegamos
a conocer lo que sería…
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