CAPÍTULO 15.
LA GRAN PRUEBA
Fuimos a marchas forzadas, lo más rápido que pudimos,
y al llegar, una tremenda angustia se apoderó de todos. Las casas
ardían y no había ni rastro de nuestras familias, al no ver ningún
fallecido ni herido comprendimos que se los habían llevados cautivos
a todos.
Cuando preguntamos en las aldeas vecinas nos dijeron que
una banda de amalecitas habían asolado la zona.
No recuerdo el tiempo que pasamos llorando, cada cual
por su mujer, sus hijos, sus mayores… Eliam se rasgó los vestidos
y clamaba al Eterno, Ahimelec no podía apenas respirar pensando en
Sara, su joven mujer. Y David también lloraba muchísimo.
Los peores de entre nosotros, hombres duros, hablaban de
apedrear a nuestro jefe, la situación era angustiosa y David mismo
se encontraba desolado.
Yo estaba junto con Eliam, intentando infundirle algún
tipo de esperanza, cuando observé a David levantarse del suelo. Noté
como afirmó su rostro cuando mandó llamar al sacerdote Abiatar, el
cual venía con el Efod.
Después de consultar al Bendito, la actitud de David
cambió radicalmente, ya lo había visto en otras situaciones
difíciles, empezó a infundirnos ánimos y confianza, y a decirnos
que recuperaríamos a los nuestros. Tenía un gran poder de
convicción, cuando confiaba plenamente en su Dios.
Mandó nos pusiéramos rápidamente en camino y así
emprendimos la persecución.
Había buenos rastreadores entre nosotros, pero fue
gracias a un egipcio malherido que el Creador nos permitió hallar en
el camino, que pudimos dar más rápidamente con ellos.
Permanecíamos cuatrocientos hombres con David, pues
doscientos, los más mayores, aunque fuertes y muy aptos para la
guerra, no tenían ya la suficiente resistencia y no habían podido
seguir el ritmo, por lo que, desfallecidos, se habían quedado atrás
cuidando el bagaje.
Cuando encontramos a los amalecitas, estaban bebiendo y
riendo festejando el botín que habían conseguido y pensando también
en lo que iban a ganar, con la venta de los cautivos como esclavos.
Caímos sobre ellos con todas nuestras fuerzas, cada
hombre de los nuestros luchaba como diez de ellos, por sus mujeres y
sus niños y la victoria fue aplastante. Algunos jóvenes amalecitas
lograron escapar durante la contienda y uno de ellos al huir asió de
Betsabé. Enseguida corrí tras él y gracias a la feroz resistencia
que ella oponía, pude alcanzarlos.
Me puse a su altura y salté sobre ellos, caímos los
tres rodando. Había perdido mi espada en la caída, pero el joven
amalecita era inexperto en batalla, y por segunda vez, la daga que
me regaló mi padre, dio muerte a un enemigo.
Betsabé dolorida se abrazó fuertemente a mí. La cogí
en mis brazos y la llevé hasta su padre. Y, si ya antes me había
fijado en ella, creo que fue en ese momento, cuando se hizo por
completo, dueña de mi corazón.
Esta vez todos lloraban pero de alegría, nos
abrazábamos, reíamos y dábamos gracias a Yahweh por haber tenido
misericordia de nosotros. Eliam se abrazó a mí diciéndome que
siempre estaría en deuda conmigo, que le pidiera lo que quisiera, a
lo que yo respondí, que el endeudado con él era yo, pues gracias a
sus palabras y, sobre todo, a su testimonio, ahora podía ser testigo
de las maravillas del Dios de Israel. Era un auténtico milagro,
todos estaban bien y no habían sufrido ningún daño.
Y de nuevo se repitieron las escenas de alegría cuando
nos encontramos con los doscientos que, agotados, se habían quedado
con el bagaje. Los cuales al vernos regresar con sus familias daban
saltos de alegría y gritos de júbilo alabando al Eterno por su
misericordia hacia ellos.
No obstante, los de siempre, los malvados que había
entre nosotros, intentaron amargar la celebración, pues se negaban a
compartir el botín con los que se habían quedado en la retaguardia.
Sin embargo, David se levantó y ordenó que se
repartiera a todos por igual, lo cual aún permanece como norma en el
reino.
No sólo eso, sino que David también demostró gran
generosidad con sus amigos en Judá, donó parte del botín a los
ancianos de las poblaciones en las que anduvimos huyendo de Saúl,
como son Betel, Ramot, Aroer, Simot, Estemoa, Racal, Hebrón… por
lo cual, su buen nombre y popularidad, iban aumentando entre los de
su pueblo.
Mientras nos ocurrieron estos sucesos, en la batalla de
Gilboa, los filisteos habían hecho valer su supremacía militar,
-basada sobre todo en el conocimiento del arte de trabajar el hierro,
lo que le permitía pertrechar poderosos carros, así como armaduras
y armas contundentes-, para infringir una gran derrota al ejército
de Saúl, quién pereció en dicha batalla junto a sus hijos
Abinadab, Malquisúa y Jonatán el amigo de nuestro líder, el cuál
era un gran guerrero, y se llevó a muchos por delante antes de caer.
Cuando David oyó de la noticia, pese a lo que muchos
pudieran pensar, por tratarse Saúl de su implacable enemigo, se
afligió y rasgó sus vestidos en señal de duelo y los que estábamos
comprometidos con el Dios de Israel hicimos lo mismo, lamentándonos
por la derrota y muerte, de tantos de nuestros hermanos.
Pero, sin lugar a dudas, lo que más sintió David en su
corazón fue la muerte de su amigo, de su hermano Jonatán. Nunca vi
a un hombre lamentar tanto la de otro, su amistad debió de ser muy
profunda y especial.
Ese día, cuando todos se fueron a dormir, vi a nuestro
líder apartarse a un lugar solitario con su arpa, no había comido
nada y no quería que nadie le acompañase.
Tiempo después, pude conocer la hermosa elegía que
compuso esa noche, de la que recuerdo algunos versos:
“Hijas de Israel, llorad por Saúl,
que os vestía lujosamente de escarlata,
que ponía adornos de oro en vuestros vestidos.
¡Cómo han caído los valientes en medio de la batalla!
Jonatán, muerto en las alturas.
Estoy afligido por ti, Jonatán, hermano mío,
tú me has sido muy estimado.
Tu amor fue para mí más maravilloso
que el amor de las mujeres.”
Ya no podíamos permanecer más tiempo en tierra de
impíos, más aún cuando habían mancillado la tierra que el Eterno
prometió a su pueblo. Volví a ver al sacerdote Abiatar, dirigirse a
la morada de David con el efod, y poco después recibimos la orden de
regresar a tierra de Judá, a la ciudad de Hebrón.
Nuestros días de fugitivos habían acabado y nuestra
situación empezaba, tímidamente, a mejorar.
CAPÍTULO 16.
DAVID REINA EN
HEBRÓN
Cuando llegamos a Hebrón, nos recibieron con los brazos
abiertos y nos instalamos en la ciudad. Casi todas las casas de ésta,
estaban construidas con piedra caliza, muy abundante en la zona. Los
habitantes de la comarca estaban orgullosos de sus viñedos, de los
que sacaban, además, muy buen vino. Cosa que comprobamos nada más
llegar, pues muy hospitalariamente, compartieron de este producto en
abundancia, con nosotros.
Al poco tiempo, se corrió la voz de que David se
encontraba en Hebrón, y los ancianos de las ciudades de Judá,
vinieron y lo proclamaron rey sobre ellos. David contaba ya con
treinta años.
Las tribus del norte siguieron al hijo de Saúl, Is
boset, el cual estaba respaldado por el que fuera general de su
padre, Abner, que era en la práctica quien los dirigía.
Ya no éramos fugitivos, sin embargo, la espada no se
alejó de nosotros, al contrario, ahora teníamos dos frentes, por un
lado los filisteos y por otro, lo más doloroso para David, las
tribus del norte de su propio pueblo, comandadas por Abner.
Yo estaba sorprendido, viendo cómo habíamos pasado de
ser unos fugitivos que se ocultaban en cuevas, a ser oficiales al
servicio de un Rey. A mí, particularmente, no me faltaba el trabajo,
pues junto con Eliam, Ahitofel y otros nos nombraron jefes de
cincuenta.
Además de lo cual, cuando no estábamos en combate,
David me encargó supervisar a los artesanos que empezaban a trabajar
el hierro, debido a mi experiencia en el taller de mi padre. Pues una
de las cosas que aprendimos estando con los filisteos es a trabajar
el hierro como ellos, para conseguir mejores armas.
Y, hablando de armas, con el paso de los años, mi
destreza en combate había mejorado notablemente, hasta tal punto que
era considerado ya, un buen guerrero.
No llegaba, por supuesto, al nivel de Josebasebet, el
principal de los capitanes, Eleazar, Sama o Abisai el hermano del
general Joab, que eran hombres de gran fuerza, habilidad y una
valentía que, yo pensaba, les fue concedida por el Bendito, Adonai.
Y que propiciaron tremendas victorias a nuestro ejército.
Pero, como digo, me hice de cierta reputación entre los
hombres, no sólo por mi habilidad en el combate, sino además,
porque intentaba conducirme con rectitud. También decían los
compañeros que tenía mucha suerte, debido a que el Eterno me seguía
protegiendo y me había librado de situaciones muy angustiosas.
Nuestro ejército aumentaba en número, cada vez
conseguíamos mejores armas y entrenamiento, y nuestro Rey, cuyo
deseo del corazón era obedecer al Creador, no sólo se preocupó de
nuestro entrenamiento físico, sino que, auxiliado por el sacerdote
Abiatar, algunos levitas que había entre nosotros y hombres como
Eliam que habían estado con Samuel, intentó que nos convirtiéramos
en unos soldados diferentes, unos soldados sometidos a las leyes
sobre la guerra, que el Eterno estableció en tiempos antiguos.
Cuando Eliam me explicó esas leyes, de nuevo me quedé
asombrado con la sabiduría y la justicia incluida en ellas, más aún
contemplando lo que nos rodeaba, pues las naciones idolátricas
vecinas, eran grandemente crueles en la guerra y muchas veces, fuera
de ella, con rituales demoníacos, que a menudo consistían en pasar
a sus propios hijos por fuego, en sus ritos religiosos.
Pero aún en este contexto de peligro constante y de
violencia, los soldados judíos tenían el mandato de ser unos
soldados diferentes. Recuerdo el texto de la Torah que me dijo Eliam:
-“ Cuando estéis en guerra contra vuestros enemigos
y hagáis vida de campaña, procurad no cometer ningún acto
indecente”.- Lo escribió el gran profeta Moisés, me indicó
solemnemente.
-Nuestro Adonai, nos dio unas leyes de comportamiento en
tiempos de guerra, leyes que por desgracia, hace tiempo hemos
olvidado-
Y comenzó a explicarme sosegada y claramente estas
leyes: Así por ejemplo, me contó, que cuando se reunía el pueblo
para la batalla – hay que decir que los israelitas no eran un
pueblo belicoso de por sí, por lo que en tiempos de guerra muchos de
sus soldados eran agricultores, artesanos o trabajadores llamados a
filas- los oficiales preguntaban si había alguno comprometido en
matrimonio, alguien que se hubiera construido una casa o sembrado una
viña y no las hubiera disfrutado, o incluso, si había alguien que
se sintiera atenazado por el miedo.
El que estuviera en alguna de estas situaciones era
invitado a abandonar el campamento y regresar a su casa.
Una vez formado el ejército, un sacerdote reclamaba la
bendición y ayuda de Dios en la batalla y junto con los oficiales,
animaba al pueblo a esforzarse y a no desmayar confiando en Dios.
Además de esto, Dios había ordenado unas normas para
el campamento israelita, como era la limpieza del recinto y la
consagración de los soldados, estos debían llevar entre sus armas
una estaca para cubrir sus excrementos y debían cumplir varias
normas mientras estaban en campaña militar, por ejemplo si alguno
mantenía relaciones sexuales, quedaba apartado por un día de dicho
campamento.
El Eterno, nuestro Adonai grande en misericordia,
también dictó leyes humanitarias para los enemigos (menos para las
ciudades que Dios había ordenado exterminar debido a sus
aberraciones); cuando los soldados hebreos sitiaban una ciudad
primero ofrecían la paz, y si los ciudadanos la rechazaban, entonces
la conquistaban y en el asedio, tenían prohibido el talar árboles
sanos que produjeran frutos.
También se establecía el trato a los cautivos, así
también, si un soldado israelita se fijaba en una de las cautivas,
debía dejar que llorara a los suyos por un mes, y luego la tomaría
por mujer.
Todas estas leyes eran impensables para las naciones e
imperios que nos rodeaban, que eran conocidos por la crueldad que
mostraban al conquistar una ciudad tanto con sus habitantes, como con
sus huertos, árboles, pozos… arrasaban todo. Además, por ejemplo,
ninguno de estos ejércitos permitiría nunca que se fueran
libremente aquellos de sus soldados que sintieran desfallecer de
miedo antes de la batalla.
Así pues, las cosas, poco a poco se iban haciendo
mejor en el ejército de David, y su poderío iba aumentando,
mientras que el del Reino del Norte iba decayendo.
Mientras tanto, entre escaramuza y escaramuza, el deseo
de formar mi propia familia iba tomando fuerza en mi interior, y
nuevamente, por supuesto, pensaba en ella…
CAPÍTULO 17.
BETSABÉ
Me daba apuro tener que hablar con Eliam sobre el tema.
Aunque pienso que todos, en el clan familiar, ya sospechaban mis
intenciones. Hasta que un día me armé de valor y hablé con él.
-Eliam, has sido como un segundo padre para mí, en todo
este tiempo que he estado contigo, por lo que, deseo, que lo que voy
a decirte ahora no sea un impedimento en nuestra amistad, ni que haya
problemas entre nosotros, ni…- no terminé la frase cuando Eliam me
interrumpió:
-Mucho tiempo has tardado, amigo mío- me dijo con una
sonrisa socarrona.
-¿Cómo?- pregunté, habiendo adivinado que él conocía
mis pretensiones.
-Mira Urías, yo soy más despistado, pero todas las
mujeres de la familia saben, desde hace mucho, que te has enamorado
de Betsabé, así que para qué vamos a dar mas rodeos- me dijo
disfrutando, digo yo, de verme tan nervioso.
-Eliam, sabes que apenas tengo nada que ofrecerte, lo
poco que ahorré allá en Tiro, lo repartí con el derrochador de
Ahimelec cuando se desposó con Sara, y de los botines que cogimos en
nuestras escaramuzas, sabes tan bien como yo, que nuestro Rey es
bondadoso en repartir con los necesitados.
Por lo tanto, si me la niegas, no te lo reprocharé. Lo
único que puedo prometerte para ella, es mi propia vida. La cual no
dudaría en ofrecerle si fuera preciso. Ten por seguro que siempre
tendrá mi lealtad y que haré lo posible por hacerle feliz.- me
había quitado un peso de encima a confesarle a Eliam lo que sentía
por su hija, aunque no sabía qué me respondería.
-Urias, la riqueza de un hombre no se mide por lo que
tiene, sino por lo que es. Llevas tiempo con nosotros y sabes del
amor que le tengo a mi hija, más aún siendo la menor de mi casa, y
eres consciente de que ya he rechazado a varios que me han preguntado
por ella.
Sería un honor para mí darte a mi hija por esposa,
además, no tienes que convencerme de nada, pues ya arriesgaste tu
vida por ella, por lo cual siempre te estaremos agradecidos- me dijo
en tono solemne, posando su mano en mi hombro.
-Me hace muy feliz escuchar esas palabra de tu boca,
Eliam, te prometo que no te arrepentirás, no obstante, es importante
para mí que tu hija acepte mi proposición, por lo que, te ruego, me
permitas preguntarle, no quisiera que la obligaras-
-No es necesario- respondió Eliam –nadie mejor que yo
para decidir que es lo que le conviene, pero si así lo deseas, habla
con ella-
Creo que nunca, ni en la más reñida batalla, había
pasado tantos nervios, como los que pasé cuando me dirigí a
Betsabé. Desde que el Eterno me permitió rescatarla, hacía ya un
año atrás, me había cogido gran aprecio y, aunque soy hombre de
pocas palabras, hablábamos de vez en cuando, al vivir yo con ellos
en casa de Eliam.
Aunque yo sabía, que ella no pensaba en mí como un
futuro marido. De hecho, Bestsabé habló alguna vez conmigo
mostrando su deseo de poder casarse algún día con un oficial, pero
no de esos tan duros y bruscos que se habían interesado por ella,
sino que esperaba a alguien que tuviera el porte y el buen parecer y
sensibilidad de David, a quien admiraba.
Y la realidad era que yo era más parecido a uno de esos
oficiales, más bien toscos, que al rey.
Por todo ello, quería preguntarle y necesitaba saber
que estaría conmigo por propia voluntad y no obligada por su padre.
-Hola Urías, mi padre me ha comentado que tienes algo
que decirme- me comentó algo sorprendida.
-Mira Betsabé… no sé si habrás notado… o si te
habrán dicho… que yo, que pienso que…- las palabras no me salían
y ella me miraba extrañada elevando una ceja, como pensando: “a
ver por donde va a salir este”. Estábamos en verano, y aunque el
día no estaba muy caluroso, empezaba a sudar, además, notaba como
tras las ventanas que daban al patio familiar, habían más de una y
más de dos, observando mis movimientos.
Por lo cual, le dije que nos acercáramos a la enorme
higuera de grandes hojas que había en el patio, cuyas ramas llegaban
al suelo, de tal forma que al acercarnos al tronco, nadie pudiera
vernos con claridad. Y fue entonces cuando me decidí a declararme:
-Bestsabé, me gustaría poder expresarme con delicadeza
y encontrar palabras bonitas para ensalzar tu belleza, y la
admiración que siento hacia ti. Pero sabes que soy un hombre
sencillo, por lo que voy al grano:
Estoy enamorado de ti, y te has hecho dueña, sin
proponértelo, de mi corazón, de tal forma que ya te pertenece sólo
a ti. Pero sabes, que aunque la situación va mejorando poco a poco,
no tengo mucho que ofrecerte, tan sólo mi corazón y dos manos
fuertes para trabajar por ti.-
No se lo esperaba, por un momento se quedó bloqueada y
cuando reaccionó me dijo con dulzura en la voz:
-Urías, sabes que mi corazón está ligado a ti desde
el día que te jugaste la vida por rescatarme, y que te aprecio
muchísimo no sólo por ello, sino por como eres, pero… la verdad…
no había pensado en ti en ese sentido, aunque me siento alagada de
veras… no sé que decir-
-No tienes que responderme ahora- le interrumpí
–piénsatelo y no te sientas obligada porque te salvara la vida, ni
por ninguna otra causa, medítalo, busca en tu corazón, pues es una
decisión para toda la vida, lo que sí te digo es que, sea cual sea
tu decisión, siempre podrás contar conmigo.
Ya he hablado con tu padre y él está conforme, pero yo
le he dicho que quería preguntarte, que quería rogarte, si
quisieras ser mi mujer.- me costó, la verdad, pero por fin pude
declararme a Betsabé. Ella me sonrió y me dijo que en breve me
respondería.
Ni que decir tiene que esa noche no pegué ojo. La
verdad es que, aunque le había dicho a Betsabé que no pasaría nada
si me rechazaba, ya tenía pensado abandonar la casa de Eliam si
sucediera así.
Al día siguiente me avisaron de una incursión de las
tropas de Abner y nos llamaron a combate, pensé que me vendría bien
estar ausente mientras ella decidía.
Era esta una guerra entre hermanos, desagradable para el
rey y por tanto, también para nosotros. Los combates eran duros,
pues ellos luchaban con valor. Pero nuestro ejército iba ganando la
guerra, especialmente a partir de la batalla del estanque de Gabaón.
Cuando llegamos, nos situamos a un lado del estanque, y
los hombres de Abner se colocaron en el otro. Entonces éste y
nuestro general Joab, dispusieron que doce hombres de cada ejército
lucharan entre sí.
-¡Vamos Urías, podemos más que ellos!- me dijo
Ahimelec, animándonos a presentarnos a dicho reto.
-Esta vez no, Ahimelec- No me volvió a insistir y
tampoco él se presentó, la verdad es que desde que salimos de
Karkemish hacía lo que yo hacía, a pesar de que él fue mi primer
instructor.
En esta ocasión no di el primer paso, no por miedo ni
falta de lealtad hacia mi rey, ni siquiera porque no pudiera dejar de
pensar en Betsabé. Sino porque ya tenía bastante conocimiento de la
Torah, la historia del éxodo, de los jueces… y no entendía esta
guerra.
Doce valientes por cada bando, veinticuatro en total, y
lo que sucedió fue asombroso pues todos cayeron casi al unísono,
murieron todos hiriéndose mutuamente, de un lado y del otro, fue un
anticipo de lo duro que resultaría ese día.
La batalla arreciaba, pero al final el Eterno quiso que
prevaleciéramos y perseguimos a nuestros contrincantes. Tuvimos una
gran victoria en esa jornada, sin embargo fue un día triste para
Joab, nuestro general y su hermano Abisai, pues, según nos dijeron,
el hermano pequeño de ambos, Asael, fue muerto por el mismo Abner en
un enfrentamiento que mantuvieron, mientras éste huía.
Habíamos dado un gran paso para decantar esta guerra a
nuestro favor, que aún así no terminaría de momento. Emprendimos
el regreso a Hebrón, a pesar de la victoria yo no me sentía feliz,
mi corazón ya pertenecía al Dios de los Ejércitos, y estaba
cansado de esta guerra civil, y de matar a israelitas.
Lo único que faltaba es que, al llegar a casa, Betsabé
hubiera rechazado mi oferta.
Sin embargo, cuando llegué, Eliam, que se había
quedado en su hogar, recuperándose de una herida producida en una
escaramuza anterior, me había preparado una comida especial, todos
estaban alegres y festejaban, y yo lo iba a hacer aún más pues:
Betsabé había aceptado mi proposición.
Nos comprometimos ante los ancianos, y dentro de un año,
al finalizar nuestro tiempo de noviazgo por fin seríamos marido y
mujer, era un compromiso en firme, no se podía romper sino con carta
de divorcio. Bebimos y comimos hasta el amanecer, fue una gran
fiesta y ese primer baile junto a ella fue inolvidable.
Durante ese año, hablamos y hablamos, y cada vez veía
a Betsabé más ilusionada y también más interesada en mí, pues
pienso que aunque ella siempre me apreció, Eliam también puso
bastante de su parte para que aceptara mi petición.
De vez en cuando la guerra interrumpía nuestro
noviazgo, pero el Eterno me cuidó en todo tiempo, yo lo notaba,
desde el principio allá en Karkemish, no era normal, la de veces que
había estado tan cerca de la muerte, y ésta aún no me había
tocado.
En esta ocasión fue una piedra lanzada por un hondero
benjamita, que rasgó mi casco de cuero por el lateral derecho, y sin
embargo tan sólo me hizo un leve rasguño pues la piedra me pasó
rozando.
Volví a casa con el casco roto bajo el brazo y al
enseñárselo a todos, Ahitofel, el padre de Eliam, me dijo: el
Eterno tiene un propósito para ti Urías, aférrate a su Ley
mantente siempre fiel a él. Betsabé cogió el casco de mis manos, y
al verlo me dio un largo abrazo, y yo me sentí feliz porque vi que
sufría por mí en mi ausencia, al igual que lo hacía yo por ella.
El año establecido para nuestro noviazgo, terminó
antes de que nos diéramos cuenta, pues entre escaramuza y
escaramuza, tenía que levantar nuestro futuro alojamiento.
Viviríamos en la comunidad, pues la casa era similar a la que
habitábamos en Gilo, por lo que construí con la ayuda de mi futuro
suegro y mi siempre amigo Ahimelec, una bonita estancia para
nosotros.
Yo tenía veintitrés años y Betsabé dieciocho, cuando
por fin nos casamos. Los festejos duraron siete días, el pobre Eliam
tiró la casa por la ventana, pues aparte de los familiares,
invitamos a algunos de los que desde el principio estuvimos en
Adulam, no a todos, sino a los de corazón sincero.
Incluso el rey, se pasó uno de los días al lugar donde
nos encontrábamos. Me felicitó, alabó cortésmente la belleza de
la novia y dándonos un bonito presente, se marchó, tras brindar por
nosotros.
Se trataba de una hermosa arpa, decorada con piedras
preciosas, que el rey me regaló, pues aun recordaba cómo me sentaba
junto a él, cuando componía allá en la cueva. Además se me
concedió el año de permiso, establecido en la Torah, para atender a
la esposa tras la boda.
¡Qué buena celebración la de nuestra boda! Todo el
día no cesaron de sonar los tamboriles, ni pararon de bailar las
jóvenes, no faltaron los juegos ni las risas. Y tras la cena
nupcial, realizamos una tradicional ceremonia:
Pusieron coronas sobre nuestras cabezas, Betsabé fue
trasladada a nuestro hogar en una litera portada por sus parientes, a
los que acompañaba un séquito de familiares con teas ardientes que
alumbraban toda la propiedad.
Mientras tanto yo tenía que entrar en la casa del padre
de la novia, también rodeada de antorchas relumbrantes, para
solicitarla, produciéndose a continuación un particular regateo;
que si los regalos a los parientes, que si la dote,.. era un ritual
que pretendía demostrar la reticencia de la familia a desprenderse
de la doncella, por lo que era bueno que se alargase y alargase.
Fue un día precioso e inolvidable, dentro del mejor año
de mi vida hasta ahora.
Sin embargo, la larga guerra contra el reino del norte
continuaba, aunque con largos periodos de tranquilidad, había
fugaces pero intensos combates de vez en cuando.
Pero, era cada vez más evidente, que David iba
creciendo e Is Boset menguando. Siendo las divisiones internas,
producidas en su reino, las que, a la postre, nos darían la victoria
definitiva.
Pues fue el mismo general Abner quien vino a David para
ofrecerle el reino del que hasta entonces era su rey Is boset,
después de un gran desencuentro entre ambos. Aunque el rey lo
despidió en paz, esa visita le salió cara a Abner, pues Joab, sin
que David lo supiera, lo mató como venganza por su hermano Asael.
Esto dio el golpe definitivo al ejército del norte y
finalmente, el propio Is boset, fue traicionado y muerto en su
palacio, tras lo cual los ancianos del reino del norte vinieron a
David para proclamarlo…
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