martes, 31 de diciembre de 2019

Escrituras y cuidado de la naturaleza. Cambio climático.

     La verdad, es que he tardado en hacerlo, pero al final me he convencido de que sí, de que el creyente debe reciclar, y no solo eso, sino también comprometerse con el bienestar animal y posicionarse contra la explotación desmedida de los recursos naturales. Y es que, como dice la Escritura, "La senda del justo es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto", y, aunque como todo creyente siempre me he gozado al ver las maravillas de la creación, ha sido a través del estudio de la Torah, cuando me he convencido de la necesidad de cuidar más comprometidamente de ella.

      En Génesis observamos como se le dio al ser humano la capacidad de someter a los animales, de sacar provecho del fruto de la tierra, pero también se le ordenó que la "guardase". (Génesis 2:15).

     Así en cuanto al cuidado de los animales, encontramos bastantes normas éticas en la Torah, por ejemplo:




-No pondrás bozal al buey que trilla. (Deut. 25:4)

    Aunque después Pablo utilizó este versículo para explicar que es justo que el obrero cobre por su trabajo, en el principio vemos como al Eterno le era desagradable que el animal que trabajaba duro ni siquiera pudiera llevarse un bocado.

-Seis días trabajarás, y al séptimo día reposarás, para que descanse tu buey y tu asno... (Éxodo 23:12).

    No sólo para el hombre estaba indicado el descanso.

-...No guisarás el cabrito en la leche de su madre. (Éxodo 23:19)

    No era aceptable delante de YHVH que se cocinara al animal en la leche de su madre.

    También en el libro del profeta Jonás, vemos como el Eterno tuvo compasión, no sólo de las personas de Nínive, sino también de los animales que en ella habitaban:

"¿ Y no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su mano derecha y su mano izquierda, Y MUCHOS ANIMALES?

    Así pues, a raíz de este conocimiento me he propuesto intentar consumir productos que no impliquen sufrimiento animal, por ejemplo, huevos de gallinas criados en cautividad o paté de patos engordados artificialmente a base de productos químicos, o comprar prendas compuestas por pieles de animales en peligro de extinción...

     En cuanto al cuidado de la tierra, también encontramos bastantes ejemplos en la Torah, empezando por el descanso sabático:



"...Seis años sembrarás tu tierra, y seis años podarás tu viña y recogerás sus frutos.
     Pero el séptimo año la tierra tendrá descanso, reposo para Jehová; no sembrarás tu tierra, ni podarás tu viña."  (Levítico 25:3-4).

    En la antigüedad, los imperios muchas veces, arrasaban la tierra que conquistaban quemándolo todo e incluso echaban sal en los campos para hacerlos infértiles. Sin embargo, los soldados israelitas tenían otro mandato:

     "Cuando sities a alguna ciudad, peleando contra ella muchos días para tomarla, no destruirás sus árboles metiendo hacha en ellos, porque de ellos podrás comer; y no los talarás, porque el árbol del campo no es hombre para venir contra ti en el sitio." Deuteronomio 20:19.

     También en cuanto a la belleza de la creación, encontramos muchísimo ejemplos, yo sólo voy a poner esta declaración de Yeshúa:

(la imagen es de un lirio israelí).




     "Considerad los lirios, cómo crecen; no trabajan ni hilan; pero os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de éstos." Lucas 12;27

     Yo conocía de estos textos, pero no me preocupaba en exceso porque pensaba (y pienso) que la suerte sobre la tierra ya está echada, pues todos estos efectos del cambio climático, que voy a enumerar ya estaban previstos en las Escrituras:

     Como resumen podemos decir que el cambio climático afecta a todas las regiones del mundo. Los casquetes polares se están fundiendo y el nivel del mar está subiendo. En algunas regiones, los fenómenos meteorológicos extremos y las inundaciones son cada vez más frecuentes, y en otras se registran olas de calor y sequías.




    Así en cuanto al ascenso del nivel del mar, encontramos este versículo en las escrituras, hablando de las copas de la ira de Dios en Apocalipsis 16:20:

"Y toda isla huyó...", "desapareció"dice  en otras versiones. Hoy día ya han desaparecido varias islas y en otros archipiélagos están haciendo planes para trasladar sus ciudades más al interior, debido al ascenso del mar.

     En cuanto a fenómenos meteorológicos extremos como los huracanes, tenemos la declaración del Maestro en Lucas 21:24 refiriéndose a los sucesos que ocurrirán antes de su venida:

   "...y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas."

     Y en relación a las olas de calor cada vez más frecuentes e intensas, vemos también en Apocalipsis 16:9 la siguiente declaración:

   " Y los hombres se quemaron con el gran calor, y blasfemaron el nombre de Dios que tiene poder sobre estas plagas, y no se arrepintieron para darle gloria."

      Entonces es verdad e inevitable el juicio del Eterno en estas cuestiones climáticas, causadas por la mano destructora del hombre tal y como dice Apocalipsis 11:18, en una profecía que atañe a nuestro tiempo pues antes del último siglo el hombre no tenía capacidad para destruir la tierra.

     "Y las naciones se enfurecieron, y vino tu ira y llegó el tiempo de juzgar a los muertos y de dar la recompensa a tus siervos los profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, Y DE DESTRUIR A LOS QUE DESTRUYEN LA TIERRA."

   Y leyendo este versículo creo que es preciso que no contribuyamos en lo que dependa de nosotros a esta destrucción, y que desde el principio el Creador valora el cuidado que hagamos de su creación, por lo que debemos actuar en consecuencia.

jueves, 20 de junio de 2019

Urias heteo. Un relato novelado. Fin



LA ENTRADA AL REINO



Vuelvo a recobrar la conciencia, esta vez la angustia desapareció, una gran paz se apodera de mi alma, sujeto la daga de mi padre con una mano y me toco los labios con la otra, pensando en el último beso que le di a mi amada esposa. Levanto y dirijo mi mirada hacia el montículo donde se encuentra el Arca, reluciente nuevamente, y mirándola, la luz cada vez se hace más y más intensa, ya no siento dolor sino una inmensa sensación de gozo y bienestar, y escucho estas palabras, las últimas de mi existencia sobre la tierra:

“Bien hecho mi siervo, tu honestidad y servicio tendrán su eco en la eternidad y tu nombre será reconocido para siempre como uno de los valientes de Israel. Entra al reposo de tu Señor”.


martes, 18 de junio de 2019

Urias heteo. Un relato novelado. Capitulos 18 al 22

CAPÍTULO 18.
REY SOBRE TODO ISRAEL


Esto fue de gran gozo para todo el pueblo, incluso entre los del norte, pues todos recordaban cómo era David el que guiaba a Israel a la victoria, en tiempos de Saúl.

Lo que empezó siendo una banda de desesperados, escondidos en la cueva Adulam, se había convertido, gracias al Eterno, en un poderoso ejército de miles de hombres, de todas las tribus de Israel, a las órdenes del hijo de Isaí.

Y para los que habíamos estado con él desde el principio de su huída, era un auténtico milagro el ver cómo el Creador nuestro Adonai, lo había guardado y bendecido, hasta darle el trono que le prometió por medio del profeta Samuel, cuando era un simple pastor, allá en Belén.

Al poco de ser coronado, se nos dio la orden de subir contra Yerushalaim, se rumoreaba en el campamento que el rey había tenido una especie de impresión, sueño o visión, de que dicha ciudad, debía ser la capital del reino, que estaba destinada a ser la capital eterna de la nación.

En ese momento los jebuseos habitaban en ella, la familia de Eliam los conocía bastante bien. Pues habían sido vecinos, ya que Gilo prácticamente linda con ella. Hasta ese momento, existía una especie de pacto de no agresión entre los hebreos y los jebuseos.

Como en otras ciudades cananeas, se cometían en ella actos deshonrosos, de prostitución ritual y hechos abominables como el sacrificio de niños ofrecidos a sus dioses. Se sentían muy seguros, dentro de sus murallas, debido a la posición elevada que tenía la ciudad, que por muchos años la había hecho inexpugnable.

Además de lo cual, tenían agua dentro de la población, pues por medio de unos túneles habían podido acceder a un manantial cercano, que se encontraba fuera de sus murallas.

Y fue ese el punto débil, por donde pudimos entrar. Eliam, Ahimelec y yo mismo tuvimos un papel principal en esta batalla, pues, aunque los jebuseos lo guardaban como un gran secreto, los habitantes de Gilo veíamos como, de vez en cuando, se tiraba agua en gran cantidad, desde una de las laderas de Yerushalaim.
Así que inspeccionamos por la zona, de forma discreta pero intensa, de noche, hasta que pudimos descubrir la entrada que daba acceso a la red de túneles que los jebuseos habían construido para acceder al agua.

Así, mientras el asedio arreciaba contra la ciudad, un grupo como de unos setenta hombres pudimos abrirnos paso por dichos túneles, hasta llegar dentro de la ciudad. Esperamos ocultos el momento propicio, cuando la mayoría de los defensores estuvieran ocupados defendiendo las murallas del asedio, para irrumpir con rapidez y abrir una de las puertas.

Eliam nos dirigía y a su señal emprendimos con decisión el camino hacia una de las puertas, Ahimelec estaba al frente de los veinte arqueros que nos proporcionarían fuego de cobertura y los demás nos dividimos entre los que portábamos espada y los más fuertes, que iban armados con hachas, por si fueran necesarias para abrir la brecha en la puerta.

No tardaron demasiado los centinelas en darse cuenta de la jugada, pero recibían el ataque de los arqueros y honderos de nuestro ejército por fuera y de Ahimelec y los suyos por dentro, por lo que pudimos llegar hasta una de las puertas y abrirla, no sin oposición, pues de los setenta, apenas treinta sobrevivimos. Nos entristeció mucho ver como caían nuestros valientes compañeros, pero gracias a esta acción, la ciudad sucumbió rápidamente. Una vez más el Creador le había concedido a nuestro rey una gran victoria.

Apenas conquistada la ciudad, el rey inició los preparativos para trasladar la corte a la fortaleza de la misma, los levitas y sacerdotes hablaban de que, no sólo se trasladaría la corte a Yerushalaim, sino lo que es más importante, sería el lugar elegido para establecer el Arca Sagrada.
Y allí nos trasladamos también los oficiales del rey. Encontramos unas dependencias estupendas, colindantes con el palacio real, que el rey nos cedió en reconocimiento por nuestra participación decisiva en la toma de la ciudad. Tenía un patio enorme, y lo primero que hizo Eliam es trasplantar varias higueras y viñas en él, como siempre habíamos tenido en nuestras anteriores moradas. Tenía, además, espaciosas habitaciones, con espacio de sobra para todos.

También el Eterno nos había bendecido materialmente, a la vez que bendecía al rey David. Que empezaba a ser respetado por los reyes alrededor, como Hiram de Tiro, del que recibió grandes presentes. Por lo tanto, teníamos abundancia de pan y no nos faltaba de nada.

Sin embargo, con Betsabé, había algo que no iba del todo bien, pues el Eterno no le ha concedido tener hijos, lo que empezaba a afligirla, ya que llevábamos unos cinco años casados y aún no teníamos descendencia. Yo intentaba consolarla, diciéndole que para mí lo más importante era ella.

Y era cierto, pues aunque me hacía mucha ilusión tener hijos, ni siquiera me planteé tener más mujeres, aunque ya tenía dicha posibilidad por mi posición, pues la amaba y la amo profundamente. Por lo cual yo le decía que lo mismo el problema estaba en mí y no en ella, pero en el mundo hebreo es una afrenta para una mujer no tener hijos, y Betsabé empezaba a preocuparse.

Aun con estos problemas, pienso que somos felices. Sin embargo, siempre he tenido la sensación de que yo la he querido más que ella a mí, aunque sé que me quiere mucho, y sufre por mí cuando salgo en campaña.

Y es que, aunque el Eterno había establecido a David en el reino, las batallas no cesarían, en mucho tiempo. En primer lugar, los príncipes de las cinco ciudades filisteas, recelosos del poderío que iba tomando David, organizaron dos sucesivas campañas contra nosotros, atacándonos con sus carros con armamento pesado y sus mejores soldados.
Sin embargo, nuestro ejército había mejorado mucho, trabajábamos bien el hierro, perfeccionamos los carros y nuestros honderos y arqueros hacían estragos. Pero, por encima de todo eso, es que nuestro Adonai iba con nosotros y nos ayudaba y daba la victoria por donde quiera que salíamos.

Así pues, los derrotamos dos veces consecutivamente, recuperando territorios y haciéndolos retroceder hasta sus ciudades.

Cuando el rey termino de establecerse en Yerushalaim, lo primero que quiso hacer es traer el Arca del Pacto, a la ciudad. Yo estaba muy ilusionado, había oído hablar tanto de ella…

Recibimos la orden de alistarnos, con nuestros mejores atuendos, esta vez no para el combate, sino porque el rey había organizado el traslado del objeto más sagrado.

Había cantores, el pueblo estaba expectante y todos nosotros en formación. Los mejores artesanos habían preparado un precioso carro para la ocasión, todo estaba dispuesto y yo me sentía muy feliz. Sin embargo, Eliam, que se encontraba a mi lado tenía el semblante serio y estaba preocupado.

-Algo no va bien en este asunto- me empezó a decir – de hecho, creo que se está haciendo todo mal- aseveró.

-¿De qué hablas Eliam?, si está todo muy bien preparado- le dije sorprendido.

-En la Torah, vienen establecidas una serie de normas para trasladar el Arca- me dijo – sólo los de la tribu de Leví pueden hacerlo, además deben de guardarse de ciertas cosas, santificarse…- proseguía diciendo, cuando la vimos aparecer.


CAPÍTULO 19
EL ARCA


Realmente, no había visto nada igual, ¡y eso que se adoraba a mil dioses allá en karkemisch!, los rayos del sol se reflejaban con fuerza en el oro puro de las alas de los querubines, apenas si podía mirar. Cuando la vi, me dio la sensación de estar viendo un trono, y así lo entendí, -¡es el trono de Yahweh!- exclamé. Ahora entendía las historias que me habían contado sobre ella.

-Así es, desde ella se ha manifestado poderosamente su poder- me dijo emocionado Eliam.

La gente estaba feliz, los músicos empezaban a entonar sus cánticos, todo parecía ir bien, sin embargo, pronto descubrimos que Eliam tenía razón en preocuparse.

Una de las ruedas del carro que portaba el Arca, pareció tropezar con una piedra que sobresalía en el sendero, e instintivamente, uno de los jóvenes que lo acompañaban, alargó su mano y la sujetó por precaución para que no cayera.

Murió de forma fulminante, fue tocarla y salir despedido, quedando totalmente rígido.

-¿Has visto Eliam? …ha caído…¿muerto?- pregunté, sobrecogido.

-Sí es estremecedor, lo siento por el muchacho… pero, las cosas no se estaban haciendo bien- me respondió con la misma cara de asombro que yo tenía.

Los músicos dejaron de tocar y todos callamos. Era evidente que lo que había pasado no era normal y un temor se apoderó de nuestros corazones, empezando por el del mismo rey que suspendió la marcha, ordenando se guardase el Arca, en casa de un tal Obed-edom.

Cuando volvimos a Yerushalaim, Eliam me explicó más en detalle muchas cosas en relación a cómo había de conducirse el Arca y como él presentía que algo así podía pasar.

También el rey tomó buena nota de ello, había intentado traerla rápidamente, de una forma que él estimaba era correcta, pero se equivocó y así lo reconoció.

El Eterno bendijo la casa de Obed-edom los tres meses que estuvo allí. Tiempo que el rey usó para ultimar los preparativos del que sería su segundo y definitivo intento de trasladar el Arca, y ¡vaya si esta vez lo preparó bien!

En esta ocasión fueron movilizados cientos de levitas, vestidos de lino fino, blanco. Se habían purificado previamente, seleccionándose músicos expertos, de entre ellos, que tocaban toda clase de arpas y salterios resonantes. Además había más de cien, que hacían sonar los shofar especialmente labrados a partir de cuernos de antílopes y cabras salvajes. Realmente, ponía la piel de gallina, escucharlos a todos al unísono.

El Arca venía portada en los hombros de los levitas, mediante las varas cubiertas de oro, para tal fin. Pero creo que lo que más me sorprendió fue ver al rey, vestido como un sacerdote más, danzando con toda su fuerza delante del Arca y de todo el pueblo. Lo que agradó grandemente a todos.

Se ofrecieron holocaustos al entrar en Yerushalaim, colocándose el Arca, seguidamente, en una espectacular tienda, diseñada para tal fin. Y se encargó a los levitas su custodia y la realización de las ofrendas y alabanzas diarias.

Hubo gran gozo en toda la ciudad, y, tras los holocaustos y las ofrendas de paz, el rey mandó repartir a todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres, una torta de pan, otra de pasas y una buena porción de carne.

Ese día adoré al Eterno desde lo más profundo de mi corazón, por haberme permitido unirme a su pueblo, porque tenía la impresión de estar viviendo un acontecimiento único y especial. Me sentía muy feliz de haber sido rescatado de los ídolos, como oía cantar a los levitas en Yerushalaim:

“Cantad al Señor, toda la tierra;
proclamad de día en día las buenas nuevas de su salvación.
Contad su gloria entre las naciones,
sus maravillas entre todos los pueblos.
Porque grande es el Señor,
y muy digno de ser alabado;
temible es El también sobre todos los dioses.
Porque todos los dioses de los pueblos son ídolos,
mas el Señor hizo los cielos.”


CAPÍTULO 20
LA EXPANSIÓN DEL REINO

Después de esto, en los siguientes años, nuestro Elohim nos dio la victoria en todas las batallas que libramos. David sometió definitivamente a los filisteos, tomando Gat, y sus aldeas. Si alguien nos lo hubiera dicho cuando fuimos allí huyendo de Saúl y tuvimos que estar sometidos a su rey, mientras habitamos en Siclag, lo hubiéramos tomado por loco. Realmente, el poderío militar del ejército hebreo había aumentado sobremanera, pero era evidente que había una fuerza superior, un destino que nos guiaba.

Los moabitas, los edomitas, los arameos vinieron a ser siervos de David quien puso guarniciones en diversos sitios.

Me viene la imagen del rey David, en primera línea, arengando a las tropas, con una brillante Menorah grabada en su escudo y la pesada espada de Goliat en su diestra, allá en el valle de la sal, donde dieciocho mil guerreros edomitas se encontraban dispuestos a combatir contra nosotros, hasta las últimas consecuencias.

Teníamos a nuestra izquierda al mar salado, donde ya se reflejaban los primeros rayos de sol, y a la derecha esas extrañas colinas de sal, que algunos dicen, son las antiguas casas de Sodoma. Joab había diseñado una estrategia envolvente, dividiendo al ejército en dos, y dejando a los arqueros en medio. Sin embargo, el rey tomó el mando, Abisai, Eliam, Ahitofel, y muchos de los oficiales lo seguimos en vanguardia y atacamos en forma de cuña, por todo el centro de la formación edomita.

Hacía tiempo que no veía al Rey así, como al principio, al frente del ejército, es como si se sintiera invencible cuando tomaba la iniciativa de esa forma. Y el Eterno nos concedió una victoria aplastante.

Después de las campañas regresábamos a Yerushalaim, que cada vez estaba más hermosa. El rey la embellecía, conforme las riquezas y los tributos de nuestras conquistas, se iban acumulando. Dicen que está almacenando mucho material, porque quiere hacer un templo a Yahweh y traer los elementos del tabernáculo a él.

El rey ha ordenado a los levitas que renueven con fuerza el interés del pueblo por las antiguas Fiestas Solemnes, que hace mucho, no se celebran adecuadamente. Además, se ha establecido a Yerushalaim como el lugar donde se deben celebrar las tres más importantes.

Y, como no podía ser de otra manera, en nuestra comunidad familiar, las celebramos con gozo. El primer mes celebramos pesaj, y me encanta escuchar a Ahitofel contarle a los niños el relato del Éxodo. La ciudad se llena de peregrinos venidos de todas partes, cada año en más número. Lo mismo pasa en shavuot cuando damos gracias por la cosecha del trigo. Pero, sin duda, la que más me gusta a mí es la de Sukot, cuando construimos cabañas en los terrados y en el patio y las adornamos de frutos y hojas de palmeras y sauces. Es la fiesta más alegre de todas, son días de solidaridad con los pobres y extranjeros a los que invitamos a las celebraciones en las enramadas.

El rey vive con intensidad las fiestas que poco a poco se vuelven a celebrar adecuadamente, incluso ha compuesto algunos cantos hermosos, como uno que compuso, al observar las laderas de Yerushalaim llenas de peregrinos, el salmo dice:
“Mirad cuán bueno y cuán agradable es
que los hermanos habiten juntos en armonía.
Es como el óleo precioso sobre la cabeza,
el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón,
que desciende hasta el borde de sus vestiduras.
Es como el rocío de Hermón,
que desciende sobre los montes de Sion;
porque allí mandó el Señor la bendición,
la vida para siempre.”

Y así, entre batallas y celebraciones, transcurrieron los años.

Betsabé tenía treinta y cinco años y aún no había traído descendencia, por lo cual ya empezaba a perder la esperanza de tener hijos. Sin embargo yo la animaba y le recordaba la historia de las mujeres de los patriarcas, que pasaron por la misma prueba, y al final nuestro Adonai les dio hijos, y que yo tenía la impresión de que tendríamos un vástago, que sería grande entre su pueblo y serviría al Eterno. Ella me insistía en que tuviera más mujeres que me pudieran dar descendencia pero yo le di mi palabra de que jamás tendría otra mujer.

Betsabé me conoce bien, sabe mis defectos, que soy terco como una mula, pero también sabe que mi palabra tiene más valor que cualquier contrato, y que nunca tomaré otra esposa. Me entristezco por ella, es tan hermosa… siempre tengo la sensación de no merecerla.


CAPÍTULO 21
RABÁ


Después de todos estos recuerdos, entre ensoñaciones, vuelvo a recobrar totalmente la conciencia, me cuesta cada vez más respirar y siento bastante angustia, miro al imponente cielo azul, tendido en el suelo, cerca de la ciudad sitiada, esperando la ayuda del Eterno. Clamo para que me asista, y de nuevo vienen a mi mente imágenes, esta vez, de los últimos sucesos de mi vida.

Todo empezó el año pasado. Murió el rey de Amón y mi señor envió unos emisarios para consolar y saludar al hijo de éste, Hanún que había sustituido a su padre como portador de la corona. Sin embargo, éste avergonzó a los emisarios, desconfiando de que no fueran espías, cortándoles media barba y la mitad de sus vestidos hasta las nalgas. Esto indignó grandemente al rey y mandó a Joab hacer campaña contra los amonitas.

Estos, contrataron mercenarios de una coalición de ciudades arameas, en gran número, pues superaban los treinta mil. Así que al marchar contra Rabá, la capital amonita, nos encontramos con dos frentes. Por un lado los amonitas se situaron frente a la ciudad, por otro, los mercenarios se colocaron en el campo, intentando atacar nuestra retaguardia.

Los arameos eran hombres valientes, contaban con armamento pesado con carros bien pertrechados y tenían gran experiencia en combate. Por ese motivo, Joab dividió nuestras fuerzas. Contra los arameos nos enfrentamos los más veteranos y experimentados, y contra los amonitas irían los demás, dirigidos por Abisai.

Fuimos nosotros los que primero entramos en combate, nos desviamos de la ruta de Rabá y atacamos con furia a los arameos que se vieron sorprendidos, pues ellos no se percataron de que dividimos nuestras fuerzas. Al encontrarlos descolocados fue una victoria relativamente rápida, pues huyeron al ver que no podrían contener nuestro ataque.

Al ver los amonitas que los mercenarios arameos habían huido, ellos también se retiraron y se atrincheraron en su ciudad. Tras lo cual Joab mandó regresar a Yerushalaim.

Sin embargo, esta derrota tocó la moral de un pueblo orgulloso como era el arameo y, de nuevo, una coalición de sus ciudades, más numerosa aún que la primera, se reunió bajo las órdenes de Hadad-ezer, rey de Soba, colocándose en orden de batalla ante Israel.

En esta ocasión fue el mismo rey David quien nos dirigió, y esta vez si hubo un tremendo y reñido combate. Los carros de combate llevaron el peso de la batalla tanto de un bando, como del otro.

Creo que fue la batalla más triste para mí, la batalla en la que despedí a mi amigo, a mi hermano, Ahimelec.

Normalmente, comandábamos batallones de infantería, pero debido a nuestra larga experiencia en guerras de todo tipo, también nos manejábamos en carros de combate. Y en esta ocasión se decidió que fuésemos en uno de ellos, a la cabeza de un grupo de cincuenta carros. Ahimelec iba de arquero, yo llevaba el escudo y las jabalinas y un joven y ágil auriga, conducía.

La cosa iba bien para nosotros, yo aún seguía sorprendiéndome de la puntería de Ahimelec, perdí la cuenta de los enemigos que abatió, sin embargo, una flecha perdida impactó en la nuca de nuestro joven auriga, quien cayó fulminado, con las bridas en la mano, lo cual provocó que uno de los caballos tropezara, volcando el carro de manera violenta.

El combate era recio en esos momentos, yo quedé conmocionado por un instante, y al ponerme de pie, se me partió el alma al ver como un arameo se disponía a atravesar, con su espada, a mi amigo. Intenté reaccionar lo más rápido que pude, cogí una de las jabalinas que había caído junto a mí y la lancé con todas mis fuerzas. Di de lleno en el blanco, pues la jabalina entró por la espalda del arameo atravesándolo, pero no fui lo suficientemente rápido. No pude impedir que éste lo hiriera de muerte.

Cuando llegué hasta él, aún estaba con vida.

-¡Ahimelec, hermano, aguanta, saldrás de esta!- le gritaba –¡no es la primera vez que nos hieren!- le dije mientras intentaba taponar la herida que tenía en el abdomen que no paraba de sangrar a borbotones.

-Esta vez no, hermano… yo me quedo aquí- me dijo con dificultad.

-¡No! ¡tú nunca te rindes!, te llevaré a cuestas…-intentaba cogerlo cuando levantó su mano, indicándome que me callara, sabiendo que no podría hablar mucho más.

-¡Cuida de Sara y de mis hijos, al menos hasta que Elí (así se llamaba el mayor que tenía unos dieciocho años) pueda hacerse cargo de ellos!- me dijo apretando con fuerza mi mano.

-¡Sabes que lo haré hermano, te lo prometo!- le dije, con lágrimas en los ojos. Necesitaba escuchar esas palabras de mi boca, y al oírlas, expiró.

-Señor, recibe a tu siervo en tu gloria, ha luchado con valentía y honor por ti- oré mientras mis soldados me apartaron, arrastrándome prácticamente, para sacarme de allí.

La batalla continuó y el Señor de los Ejércitos, le dio a David una de las más importantes victorias, pues a partir de este enfrentamiento, los arameos firmaron la paz, sirviendo a nuestro rey, no volviendo a ayudar nunca a los hijos de Amón.

Al terminar la batalla, busqué el cuerpo de mi amigo, lo amortajé lo mejor que pude, y al llegar a la primera ciudad en tierra de Israel, compré un sepulcro nuevo y allí lo enterramos.

Lo que no podía imaginar es que apenas tendría un año para cumplir la promesa que le hice a mi amigo, ocupándome de su casa.

Pues el enfrentamiento con Amón no había terminado, y al año siguiente, al comienzo de la primavera, cuando los reyes salen a la guerra, se nos llamó a filas para ir a luchar contra ellos, en lo que para mí sería…




CAPÍTULO 22
LA ÚLTIMA BATALLA

Me extrañó que el rey no nos acompañara, pues aunque ya tenía cincuenta años, aún estaba muy fuerte y casi siempre venía al frente en las campañas importantes, y ésta lo era, pues había que terminar lo que con tanto esfuerzo, se empezó a ganar el año anterior.

De hecho, el Arca nos acompañaba en esta ocasión, la imagen de los levitas portándola, cuando bajábamos por una ladera de Yerushalaim, la tengo grabada a fuego; la ladera estaba totalmente cubierta de una fina yerba verde, salpicada por cientos de anémonas rojas, los levitas iban con sus vestiduras de lino blanco resplandecientes y el Arca brillaba fuertemente, al recibir el reflejo de los rayos del sol.

Los sacerdotes bendijeron a la tropa, y muchos, los que amamos la ley del Eterno, hicimos votos de pureza y castidad, mientras durara esta campaña.

En el ejército nos dividíamos en grupos de mil, guiados por un comandante, a estos batallones les poníamos nombre, el nuestro se llamaba “el escuadrón de Jonatán”, en recuerdo de aquél valiente guerrero amigo del rey. Después, dentro de cada grupo de mil, los oficiales dirigíamos a cincuenta soldados.

Yo llevaba años con mi grupo, de vez en cuando algún veterano caía en combate o se retiraba por edad o pérdida de facultades y era sustituido por un novato, al que poco a poco le íbamos enseñando, ocupando primeramente las posiciones de retaguardia, y tomando más responsabilidad con el paso del tiempo.

Esta vez faltaba un valiente en el escuadrón de Jonatán, un jefe de cincuenta como pocos ha habido, mi amigo, mi hermano Ahimelec, no pensaba que pronto me iba a reunir con él.

Al llegar a Amón se produjeron las primeras escaramuzas, e inflingimos numerosas bajas entre sus filas rápidamente, por lo que se replegaron a su capital Rabá, protegida por altas y fuertes murallas, y se dispusieron a resistir el sitio.

Se esperaba una contienda larga, pues poseían fuentes de aguas y se habían preparado con víveres, conocedores de que iríamos contra ellos. Además tenían entre sus filas, guerreros bien entrenados, que hacían rápidas salidas de la ciudad para hostigar a nuestras tropas.

Tras una de esas escaramuzas, al llegar al campamento, un mensajero de Joab, mi general, me dijo que me presentase inmediatamente ante él. Me extrañó que me mandaran presentar directamente ante él, y no ante el comandante de mi escuadrón.

Cuando llegué a su tienda, me dio la diestra en señal de compañerismo, pues le conocía desde el principio, desde la cueva de Adulam. Es un hombre valiente y un gran estratega, este Joab, pero, en mi opinión, algunas veces es demasiado duro incluso para estos tiempos de guerra.

-Esto viene de arriba, Urías- me dijo señalándome que recibía órdenes.

-El rey ordena de que se le informe del desarrollo de la guerra, y quiere que vayas tú, coge a varios de tus hombres y parte hacia Yerushalaim- me indicó.

-A sus órdenes mi general, partiremos lo antes posible- contesté, intentando disimular mi extrañeza por el asunto, pues había mensajeros en nuestro ejército, gente ligera, entrenada para llevar y traer noticias del frente. Además, mi grupo tenía asignada una zona determinada del asedio, que ahora debería de reorganizarse.

Pero, como siempre he hecho, obedecí las órdenes y emprendimos el viaje. Cuando llegamos, entramos en los aposentos de la guarnición de palacio, para asearnos y cambiar nuestros vestidos, y me dirigí hacia las dependencias reales, donde el rey me esperaba.

Cuando lo vi, lo salude con la reverencia habitual, pero él apretando su diestra sobre la mía, y poniendo su mano izquierda en mi hombro, me dijo:

-Esto sobra entre nosotros, compañero, ¿qué tal? ¿cómo va el sitio de Rabá? ¿está alta la moral de los hombres? ¿necesitará más refuerzos Joab?- me preguntaba repetidamente, de una forma un poco precipitada o nerviosa.

Le dije que las operaciones iban bien, que deberíamos tener paciencia, que no creía fuera necesario enviar más refuerzos… Pero notaba algo extraño en él. No me miraba a los ojos, parecía como si no me prestara atención, movía la cabeza para los lados, es como si estuviera incómodo por algo, no sé, quizás se había arrepentido de no ir al frente, pensé.

Pero, la realidad, es que aunque hacía tiempo que no estaba con él personalmente, no era la misma persona segura, firme y alegre de siempre. De hecho, mi informe duró apenas unos minutos, y ni siquiera había terminado de hablar, cuando me dijo:

-Es suficiente Urías, desciende a tu casa, relájate, descansa y atiende a tu mujer, mañana continuaremos- me dijo dirigiendo su mirada al exterior, a través de una de las grandes ventanas de la habitación donde nos encontrábamos.

Nuevamente, me extrañó que me dijera que atendiera a mi mujer, no es que no tuviera ganas de estar con ella, todo lo contrario, pero pienso que él sabía que cuando el Arca venía con nosotros, yo hacía votos de pureza y castidad. Pero no le respondí nada, sino que me marché a los aposentos de la tropa de palacio.

Cuando me dirigía hacia ellos, uno de los siervos del rey, al que yo conocía desde hace tiempo, me entregó un regalo de su parte, diciéndome:

-Urías, esta daga es un regalo que el rey ha querido hacerte- me dijo, entregándome la segunda daga que me regalaban en mi vida. Esta era mucho más hermosa que la de mi padre, que aún llevaba siempre conmigo, pero demasiado fina para el combate, tenía piedras preciosas incrustadas en la empuñadura, por lo que le dije a Uza -que así se llama el siervo del rey-, que hiciera el favor de mandársela a mi mujer, ella sabría donde ponerla en casa.

-No hay problema Urías, pero…¿por qué no vas a tu casa?... debes hacerlo…- me indicó como queriendo decirme algo que no se atrevía a expresar.

-¡Pero qué interés tiene todo el mundo en que descienda a mi casa!, he hecho voto, Uza, no bajaré- le contesté de forma un poco cortante, pues estaba cansado, más que nadie quería ver a Betsabé, pero no rompería mi voto.

Dormí profundamente esa noche, estaba cansado del viaje, tanto es así que, tuvieron que despertarme.

-¡Urías, despierta, el rey te llama!- me indicó Uza.

Pensé que querría conocer algún detalle más, o que nos despediría ya hacia el frente. Sin embargo, al presentarme ante él, me dijo un poco enfadado:

-¿No te dije que descendieras a tu casa?, ¿por qué has dormido con la tropa?- me indicó con tono de frustración.

No entendía bien, por qué este interés del rey, sería por cortesía, pensé. Sin embargo, ya estaba un poco cansado de que me pusieran más y más trabas para que no pudiera cumplir mi voto, y le hablé claramente:

-Mi señor, el Arca está en tiendas, tus siervos duermen en el campamento, o al raso, llevamos varios días sufriendo ese desagradable y seco viento del este, que enturbia las mentes. Mi rey conoce perfectamente de lo que le hablo, y además y lo más importante he hecho voto, al salir en campaña. ¿Por qué me insiste el Rey?- respondí, alzando la voz quizás un poco más de lo adecuado, para el lugar donde estaba.

Noté como mis palabras, penetraron en el corazón del rey, como si de puñales se trataran, pues él sabía perfectamente de lo que estaba hablando, ya que, al principio de todo, habíamos pasado juntos por todo tipo de dificultades; durmiendo al raso alrededor de una hoguera, sufriendo las inclemencias del tiempo; el calor abrasador unas veces, el frío que te hiela los huesos otras…

Al escuchar mis palabras, el rey no me insistió ni me recriminó nada más, tan sólo me pidió que me quedara otro día más con él, y que comiera a su mesa antes de partir al día siguiente.

El banquete en palacio fue impresionante, nunca había comido tanto, ni bebido tanto vino de gran calidad. Demasiado vino para un solo día, casi no me podía mantener en pie, menos mal que Uza me acompañó, diciéndome:

-Quieren que te lleve a tu casa, pero como sé de más que no hay nadie más testarudo que tú, te acompaño a los barracones- y allí volví a pasar la noche.

Por la mañana nos preparamos para partir al frente, y el rey me entregó una carta sellada con el sello real, para que se la entregara a mi general.

-Confío en tu discreción- me dijo.

-Mi señor me conoce bien, y sabe que cuenta con ella- le respondí, y emprendimos el viaje.

Apenas habíamos cabalgado unos metros fuera de palacio, cuando escuché la voz más agradable de todas, para mí, la voz de mi esposa:

-¡Urías espera!- me gritó mientras corría hacia nosotros.

-¡Por favor, cuídate!- me dijo mientras me abrazaba y mojaba mi cuello con sus lágrimas.

-Tranquila mujer, no es la primera batalla que libro, ni será la última, confía, ¿por qué estás así?- le dije al oído mientras permanecíamos abrazados.

Entonces, me dijo:

-Nunca te he merecido, Urías, perdóname, eres mucho mejor que yo- me dijo con tristeza.

-No me digas eso esposa mía, me has hecho siempre el hombre más feliz sobre la tierra, y sabes que precisamente lo contrario a lo que dices, es lo que yo siento, que he sido muy afortunado al tenerte- y dándole un beso la despedí. En ese momento no se me ocurrió pensar que sería el último beso que le daría.

No obstante todo era muy extraño, la manera de hablar del rey, el comportamiento de Uza, las lágrimas de mi mujer… para colmo, cuando llegamos al campamento y entregué el mensaje a Joab, noté como cambió la expresión de su rostro al leerlo para sí, y cómo a continuación, me asignó otra unidad, una unidad de hombres de los que yo no tenía muy buen concepto… un día extraño este, pensé.










domingo, 16 de junio de 2019

Urias heteo. Un relato novelado. Capítulos 15 al 17

CAPÍTULO 15.
LA GRAN PRUEBA


Fuimos a marchas forzadas, lo más rápido que pudimos, y al llegar, una tremenda angustia se apoderó de todos. Las casas ardían y no había ni rastro de nuestras familias, al no ver ningún fallecido ni herido comprendimos que se los habían llevados cautivos a todos.

Cuando preguntamos en las aldeas vecinas nos dijeron que una banda de amalecitas habían asolado la zona.

No recuerdo el tiempo que pasamos llorando, cada cual por su mujer, sus hijos, sus mayores… Eliam se rasgó los vestidos y clamaba al Eterno, Ahimelec no podía apenas respirar pensando en Sara, su joven mujer. Y David también lloraba muchísimo.

Los peores de entre nosotros, hombres duros, hablaban de apedrear a nuestro jefe, la situación era angustiosa y David mismo se encontraba desolado.

Yo estaba junto con Eliam, intentando infundirle algún tipo de esperanza, cuando observé a David levantarse del suelo. Noté como afirmó su rostro cuando mandó llamar al sacerdote Abiatar, el cual venía con el Efod.

Después de consultar al Bendito, la actitud de David cambió radicalmente, ya lo había visto en otras situaciones difíciles, empezó a infundirnos ánimos y confianza, y a decirnos que recuperaríamos a los nuestros. Tenía un gran poder de convicción, cuando confiaba plenamente en su Dios.

Mandó nos pusiéramos rápidamente en camino y así emprendimos la persecución.

Había buenos rastreadores entre nosotros, pero fue gracias a un egipcio malherido que el Creador nos permitió hallar en el camino, que pudimos dar más rápidamente con ellos.

Permanecíamos cuatrocientos hombres con David, pues doscientos, los más mayores, aunque fuertes y muy aptos para la guerra, no tenían ya la suficiente resistencia y no habían podido seguir el ritmo, por lo que, desfallecidos, se habían quedado atrás cuidando el bagaje.

Cuando encontramos a los amalecitas, estaban bebiendo y riendo festejando el botín que habían conseguido y pensando también en lo que iban a ganar, con la venta de los cautivos como esclavos.

Caímos sobre ellos con todas nuestras fuerzas, cada hombre de los nuestros luchaba como diez de ellos, por sus mujeres y sus niños y la victoria fue aplastante. Algunos jóvenes amalecitas lograron escapar durante la contienda y uno de ellos al huir asió de Betsabé. Enseguida corrí tras él y gracias a la feroz resistencia que ella oponía, pude alcanzarlos.

Me puse a su altura y salté sobre ellos, caímos los tres rodando. Había perdido mi espada en la caída, pero el joven amalecita era inexperto en batalla, y por segunda vez, la daga que me regaló mi padre, dio muerte a un enemigo.

Betsabé dolorida se abrazó fuertemente a mí. La cogí en mis brazos y la llevé hasta su padre. Y, si ya antes me había fijado en ella, creo que fue en ese momento, cuando se hizo por completo, dueña de mi corazón.

Esta vez todos lloraban pero de alegría, nos abrazábamos, reíamos y dábamos gracias a Yahweh por haber tenido misericordia de nosotros. Eliam se abrazó a mí diciéndome que siempre estaría en deuda conmigo, que le pidiera lo que quisiera, a lo que yo respondí, que el endeudado con él era yo, pues gracias a sus palabras y, sobre todo, a su testimonio, ahora podía ser testigo de las maravillas del Dios de Israel. Era un auténtico milagro, todos estaban bien y no habían sufrido ningún daño.

Y de nuevo se repitieron las escenas de alegría cuando nos encontramos con los doscientos que, agotados, se habían quedado con el bagaje. Los cuales al vernos regresar con sus familias daban saltos de alegría y gritos de júbilo alabando al Eterno por su misericordia hacia ellos.

No obstante, los de siempre, los malvados que había entre nosotros, intentaron amargar la celebración, pues se negaban a compartir el botín con los que se habían quedado en la retaguardia.

Sin embargo, David se levantó y ordenó que se repartiera a todos por igual, lo cual aún permanece como norma en el reino.

No sólo eso, sino que David también demostró gran generosidad con sus amigos en Judá, donó parte del botín a los ancianos de las poblaciones en las que anduvimos huyendo de Saúl, como son Betel, Ramot, Aroer, Simot, Estemoa, Racal, Hebrón… por lo cual, su buen nombre y popularidad, iban aumentando entre los de su pueblo.

Mientras nos ocurrieron estos sucesos, en la batalla de Gilboa, los filisteos habían hecho valer su supremacía militar, -basada sobre todo en el conocimiento del arte de trabajar el hierro, lo que le permitía pertrechar poderosos carros, así como armaduras y armas contundentes-, para infringir una gran derrota al ejército de Saúl, quién pereció en dicha batalla junto a sus hijos Abinadab, Malquisúa y Jonatán el amigo de nuestro líder, el cuál era un gran guerrero, y se llevó a muchos por delante antes de caer.

Cuando David oyó de la noticia, pese a lo que muchos pudieran pensar, por tratarse Saúl de su implacable enemigo, se afligió y rasgó sus vestidos en señal de duelo y los que estábamos comprometidos con el Dios de Israel hicimos lo mismo, lamentándonos por la derrota y muerte, de tantos de nuestros hermanos.

Pero, sin lugar a dudas, lo que más sintió David en su corazón fue la muerte de su amigo, de su hermano Jonatán. Nunca vi a un hombre lamentar tanto la de otro, su amistad debió de ser muy profunda y especial.
Ese día, cuando todos se fueron a dormir, vi a nuestro líder apartarse a un lugar solitario con su arpa, no había comido nada y no quería que nadie le acompañase.

Tiempo después, pude conocer la hermosa elegía que compuso esa noche, de la que recuerdo algunos versos:

Hijas de Israel, llorad por Saúl,
que os vestía lujosamente de escarlata,
que ponía adornos de oro en vuestros vestidos.
¡Cómo han caído los valientes en medio de la batalla!
Jonatán, muerto en las alturas.
Estoy afligido por ti, Jonatán, hermano mío,
tú me has sido muy estimado.
Tu amor fue para mí más maravilloso
que el amor de las mujeres.”

Ya no podíamos permanecer más tiempo en tierra de impíos, más aún cuando habían mancillado la tierra que el Eterno prometió a su pueblo. Volví a ver al sacerdote Abiatar, dirigirse a la morada de David con el efod, y poco después recibimos la orden de regresar a tierra de Judá, a la ciudad de Hebrón.

Nuestros días de fugitivos habían acabado y nuestra situación empezaba, tímidamente, a mejorar.


CAPÍTULO 16.
DAVID REINA EN HEBRÓN


Cuando llegamos a Hebrón, nos recibieron con los brazos abiertos y nos instalamos en la ciudad. Casi todas las casas de ésta, estaban construidas con piedra caliza, muy abundante en la zona. Los habitantes de la comarca estaban orgullosos de sus viñedos, de los que sacaban, además, muy buen vino. Cosa que comprobamos nada más llegar, pues muy hospitalariamente, compartieron de este producto en abundancia, con nosotros.

Al poco tiempo, se corrió la voz de que David se encontraba en Hebrón, y los ancianos de las ciudades de Judá, vinieron y lo proclamaron rey sobre ellos. David contaba ya con treinta años.

Las tribus del norte siguieron al hijo de Saúl, Is boset, el cual estaba respaldado por el que fuera general de su padre, Abner, que era en la práctica quien los dirigía.

Ya no éramos fugitivos, sin embargo, la espada no se alejó de nosotros, al contrario, ahora teníamos dos frentes, por un lado los filisteos y por otro, lo más doloroso para David, las tribus del norte de su propio pueblo, comandadas por Abner.

Yo estaba sorprendido, viendo cómo habíamos pasado de ser unos fugitivos que se ocultaban en cuevas, a ser oficiales al servicio de un Rey. A mí, particularmente, no me faltaba el trabajo, pues junto con Eliam, Ahitofel y otros nos nombraron jefes de cincuenta.

Además de lo cual, cuando no estábamos en combate, David me encargó supervisar a los artesanos que empezaban a trabajar el hierro, debido a mi experiencia en el taller de mi padre. Pues una de las cosas que aprendimos estando con los filisteos es a trabajar el hierro como ellos, para conseguir mejores armas.

Y, hablando de armas, con el paso de los años, mi destreza en combate había mejorado notablemente, hasta tal punto que era considerado ya, un buen guerrero.

No llegaba, por supuesto, al nivel de Josebasebet, el principal de los capitanes, Eleazar, Sama o Abisai el hermano del general Joab, que eran hombres de gran fuerza, habilidad y una valentía que, yo pensaba, les fue concedida por el Bendito, Adonai. Y que propiciaron tremendas victorias a nuestro ejército.

Pero, como digo, me hice de cierta reputación entre los hombres, no sólo por mi habilidad en el combate, sino además, porque intentaba conducirme con rectitud. También decían los compañeros que tenía mucha suerte, debido a que el Eterno me seguía protegiendo y me había librado de situaciones muy angustiosas.

Nuestro ejército aumentaba en número, cada vez conseguíamos mejores armas y entrenamiento, y nuestro Rey, cuyo deseo del corazón era obedecer al Creador, no sólo se preocupó de nuestro entrenamiento físico, sino que, auxiliado por el sacerdote Abiatar, algunos levitas que había entre nosotros y hombres como Eliam que habían estado con Samuel, intentó que nos convirtiéramos en unos soldados diferentes, unos soldados sometidos a las leyes sobre la guerra, que el Eterno estableció en tiempos antiguos.

Cuando Eliam me explicó esas leyes, de nuevo me quedé asombrado con la sabiduría y la justicia incluida en ellas, más aún contemplando lo que nos rodeaba, pues las naciones idolátricas vecinas, eran grandemente crueles en la guerra y muchas veces, fuera de ella, con rituales demoníacos, que a menudo consistían en pasar a sus propios hijos por fuego, en sus ritos religiosos.

Pero aún en este contexto de peligro constante y de violencia, los soldados judíos tenían el mandato de ser unos soldados diferentes. Recuerdo el texto de la Torah que me dijo Eliam:

-“ Cuando estéis en guerra contra vuestros enemigos y hagáis vida de campaña, procurad no cometer ningún acto indecente”.- Lo escribió el gran profeta Moisés, me indicó solemnemente.

-Nuestro Adonai, nos dio unas leyes de comportamiento en tiempos de guerra, leyes que por desgracia, hace tiempo hemos olvidado-

Y comenzó a explicarme sosegada y claramente estas leyes: Así por ejemplo, me contó, que cuando se reunía el pueblo para la batalla – hay que decir que los israelitas no eran un pueblo belicoso de por sí, por lo que en tiempos de guerra muchos de sus soldados eran agricultores, artesanos o trabajadores llamados a filas- los oficiales preguntaban si había alguno comprometido en matrimonio, alguien que se hubiera construido una casa o sembrado una viña y no las hubiera disfrutado, o incluso, si había alguien que se sintiera atenazado por el miedo.

El que estuviera en alguna de estas situaciones era invitado a abandonar el campamento y regresar a su casa.

Una vez formado el ejército, un sacerdote reclamaba la bendición y ayuda de Dios en la batalla y junto con los oficiales, animaba al pueblo a esforzarse y a no desmayar confiando en Dios.

Además de esto, Dios había ordenado unas normas para el campamento israelita, como era la limpieza del recinto y la consagración de los soldados, estos debían llevar entre sus armas una estaca para cubrir sus excrementos y debían cumplir varias normas mientras estaban en campaña militar, por ejemplo si alguno mantenía relaciones sexuales, quedaba apartado por un día de dicho campamento.

El Eterno, nuestro Adonai grande en misericordia, también dictó leyes humanitarias para los enemigos (menos para las ciudades que Dios había ordenado exterminar debido a sus aberraciones); cuando los soldados hebreos sitiaban una ciudad primero ofrecían la paz, y si los ciudadanos la rechazaban, entonces la conquistaban y en el asedio, tenían prohibido el talar árboles sanos que produjeran frutos.

También se establecía el trato a los cautivos, así también, si un soldado israelita se fijaba en una de las cautivas, debía dejar que llorara a los suyos por un mes, y luego la tomaría por mujer.

Todas estas leyes eran impensables para las naciones e imperios que nos rodeaban, que eran conocidos por la crueldad que mostraban al conquistar una ciudad tanto con sus habitantes, como con sus huertos, árboles, pozos… arrasaban todo. Además, por ejemplo, ninguno de estos ejércitos permitiría nunca que se fueran libremente aquellos de sus soldados que sintieran desfallecer de miedo antes de la batalla.

Así pues, las cosas, poco a poco se iban haciendo mejor en el ejército de David, y su poderío iba aumentando, mientras que el del Reino del Norte iba decayendo.

Mientras tanto, entre escaramuza y escaramuza, el deseo de formar mi propia familia iba tomando fuerza en mi interior, y nuevamente, por supuesto, pensaba en ella…



CAPÍTULO 17.
BETSABÉ


Me daba apuro tener que hablar con Eliam sobre el tema. Aunque pienso que todos, en el clan familiar, ya sospechaban mis intenciones. Hasta que un día me armé de valor y hablé con él.

-Eliam, has sido como un segundo padre para mí, en todo este tiempo que he estado contigo, por lo que, deseo, que lo que voy a decirte ahora no sea un impedimento en nuestra amistad, ni que haya problemas entre nosotros, ni…- no terminé la frase cuando Eliam me interrumpió:

-Mucho tiempo has tardado, amigo mío- me dijo con una sonrisa socarrona.

-¿Cómo?- pregunté, habiendo adivinado que él conocía mis pretensiones.

-Mira Urías, yo soy más despistado, pero todas las mujeres de la familia saben, desde hace mucho, que te has enamorado de Betsabé, así que para qué vamos a dar mas rodeos- me dijo disfrutando, digo yo, de verme tan nervioso.

-Eliam, sabes que apenas tengo nada que ofrecerte, lo poco que ahorré allá en Tiro, lo repartí con el derrochador de Ahimelec cuando se desposó con Sara, y de los botines que cogimos en nuestras escaramuzas, sabes tan bien como yo, que nuestro Rey es bondadoso en repartir con los necesitados.

Por lo tanto, si me la niegas, no te lo reprocharé. Lo único que puedo prometerte para ella, es mi propia vida. La cual no dudaría en ofrecerle si fuera preciso. Ten por seguro que siempre tendrá mi lealtad y que haré lo posible por hacerle feliz.- me había quitado un peso de encima a confesarle a Eliam lo que sentía por su hija, aunque no sabía qué me respondería.

-Urias, la riqueza de un hombre no se mide por lo que tiene, sino por lo que es. Llevas tiempo con nosotros y sabes del amor que le tengo a mi hija, más aún siendo la menor de mi casa, y eres consciente de que ya he rechazado a varios que me han preguntado por ella.

Sería un honor para mí darte a mi hija por esposa, además, no tienes que convencerme de nada, pues ya arriesgaste tu vida por ella, por lo cual siempre te estaremos agradecidos- me dijo en tono solemne, posando su mano en mi hombro.

-Me hace muy feliz escuchar esas palabra de tu boca, Eliam, te prometo que no te arrepentirás, no obstante, es importante para mí que tu hija acepte mi proposición, por lo que, te ruego, me permitas preguntarle, no quisiera que la obligaras-

-No es necesario- respondió Eliam –nadie mejor que yo para decidir que es lo que le conviene, pero si así lo deseas, habla con ella-

Creo que nunca, ni en la más reñida batalla, había pasado tantos nervios, como los que pasé cuando me dirigí a Betsabé. Desde que el Eterno me permitió rescatarla, hacía ya un año atrás, me había cogido gran aprecio y, aunque soy hombre de pocas palabras, hablábamos de vez en cuando, al vivir yo con ellos en casa de Eliam.

Aunque yo sabía, que ella no pensaba en mí como un futuro marido. De hecho, Bestsabé habló alguna vez conmigo mostrando su deseo de poder casarse algún día con un oficial, pero no de esos tan duros y bruscos que se habían interesado por ella, sino que esperaba a alguien que tuviera el porte y el buen parecer y sensibilidad de David, a quien admiraba.

Y la realidad era que yo era más parecido a uno de esos oficiales, más bien toscos, que al rey.

Por todo ello, quería preguntarle y necesitaba saber que estaría conmigo por propia voluntad y no obligada por su padre.

-Hola Urías, mi padre me ha comentado que tienes algo que decirme- me comentó algo sorprendida.

-Mira Betsabé… no sé si habrás notado… o si te habrán dicho… que yo, que pienso que…- las palabras no me salían y ella me miraba extrañada elevando una ceja, como pensando: “a ver por donde va a salir este”. Estábamos en verano, y aunque el día no estaba muy caluroso, empezaba a sudar, además, notaba como tras las ventanas que daban al patio familiar, habían más de una y más de dos, observando mis movimientos.

Por lo cual, le dije que nos acercáramos a la enorme higuera de grandes hojas que había en el patio, cuyas ramas llegaban al suelo, de tal forma que al acercarnos al tronco, nadie pudiera vernos con claridad. Y fue entonces cuando me decidí a declararme:

-Bestsabé, me gustaría poder expresarme con delicadeza y encontrar palabras bonitas para ensalzar tu belleza, y la admiración que siento hacia ti. Pero sabes que soy un hombre sencillo, por lo que voy al grano:

Estoy enamorado de ti, y te has hecho dueña, sin proponértelo, de mi corazón, de tal forma que ya te pertenece sólo a ti. Pero sabes, que aunque la situación va mejorando poco a poco, no tengo mucho que ofrecerte, tan sólo mi corazón y dos manos fuertes para trabajar por ti.-

No se lo esperaba, por un momento se quedó bloqueada y cuando reaccionó me dijo con dulzura en la voz:

-Urías, sabes que mi corazón está ligado a ti desde el día que te jugaste la vida por rescatarme, y que te aprecio muchísimo no sólo por ello, sino por como eres, pero… la verdad… no había pensado en ti en ese sentido, aunque me siento alagada de veras… no sé que decir-

-No tienes que responderme ahora- le interrumpí –piénsatelo y no te sientas obligada porque te salvara la vida, ni por ninguna otra causa, medítalo, busca en tu corazón, pues es una decisión para toda la vida, lo que sí te digo es que, sea cual sea tu decisión, siempre podrás contar conmigo.

Ya he hablado con tu padre y él está conforme, pero yo le he dicho que quería preguntarte, que quería rogarte, si quisieras ser mi mujer.- me costó, la verdad, pero por fin pude declararme a Betsabé. Ella me sonrió y me dijo que en breve me respondería.

Ni que decir tiene que esa noche no pegué ojo. La verdad es que, aunque le había dicho a Betsabé que no pasaría nada si me rechazaba, ya tenía pensado abandonar la casa de Eliam si sucediera así.

Al día siguiente me avisaron de una incursión de las tropas de Abner y nos llamaron a combate, pensé que me vendría bien estar ausente mientras ella decidía.

Era esta una guerra entre hermanos, desagradable para el rey y por tanto, también para nosotros. Los combates eran duros, pues ellos luchaban con valor. Pero nuestro ejército iba ganando la guerra, especialmente a partir de la batalla del estanque de Gabaón.

Cuando llegamos, nos situamos a un lado del estanque, y los hombres de Abner se colocaron en el otro. Entonces éste y nuestro general Joab, dispusieron que doce hombres de cada ejército lucharan entre sí.

-¡Vamos Urías, podemos más que ellos!- me dijo Ahimelec, animándonos a presentarnos a dicho reto.

-Esta vez no, Ahimelec- No me volvió a insistir y tampoco él se presentó, la verdad es que desde que salimos de Karkemish hacía lo que yo hacía, a pesar de que él fue mi primer instructor.

En esta ocasión no di el primer paso, no por miedo ni falta de lealtad hacia mi rey, ni siquiera porque no pudiera dejar de pensar en Betsabé. Sino porque ya tenía bastante conocimiento de la Torah, la historia del éxodo, de los jueces… y no entendía esta guerra.

Doce valientes por cada bando, veinticuatro en total, y lo que sucedió fue asombroso pues todos cayeron casi al unísono, murieron todos hiriéndose mutuamente, de un lado y del otro, fue un anticipo de lo duro que resultaría ese día.

La batalla arreciaba, pero al final el Eterno quiso que prevaleciéramos y perseguimos a nuestros contrincantes. Tuvimos una gran victoria en esa jornada, sin embargo fue un día triste para Joab, nuestro general y su hermano Abisai, pues, según nos dijeron, el hermano pequeño de ambos, Asael, fue muerto por el mismo Abner en un enfrentamiento que mantuvieron, mientras éste huía.

Habíamos dado un gran paso para decantar esta guerra a nuestro favor, que aún así no terminaría de momento. Emprendimos el regreso a Hebrón, a pesar de la victoria yo no me sentía feliz, mi corazón ya pertenecía al Dios de los Ejércitos, y estaba cansado de esta guerra civil, y de matar a israelitas.

Lo único que faltaba es que, al llegar a casa, Betsabé hubiera rechazado mi oferta.

Sin embargo, cuando llegué, Eliam, que se había quedado en su hogar, recuperándose de una herida producida en una escaramuza anterior, me había preparado una comida especial, todos estaban alegres y festejaban, y yo lo iba a hacer aún más pues: Betsabé había aceptado mi proposición.

Nos comprometimos ante los ancianos, y dentro de un año, al finalizar nuestro tiempo de noviazgo por fin seríamos marido y mujer, era un compromiso en firme, no se podía romper sino con carta de divorcio. Bebimos y comimos hasta el amanecer, fue una gran fiesta y ese primer baile junto a ella fue inolvidable.

Durante ese año, hablamos y hablamos, y cada vez veía a Betsabé más ilusionada y también más interesada en mí, pues pienso que aunque ella siempre me apreció, Eliam también puso bastante de su parte para que aceptara mi petición.

De vez en cuando la guerra interrumpía nuestro noviazgo, pero el Eterno me cuidó en todo tiempo, yo lo notaba, desde el principio allá en Karkemish, no era normal, la de veces que había estado tan cerca de la muerte, y ésta aún no me había tocado.

En esta ocasión fue una piedra lanzada por un hondero benjamita, que rasgó mi casco de cuero por el lateral derecho, y sin embargo tan sólo me hizo un leve rasguño pues la piedra me pasó rozando.

Volví a casa con el casco roto bajo el brazo y al enseñárselo a todos, Ahitofel, el padre de Eliam, me dijo: el Eterno tiene un propósito para ti Urías, aférrate a su Ley mantente siempre fiel a él. Betsabé cogió el casco de mis manos, y al verlo me dio un largo abrazo, y yo me sentí feliz porque vi que sufría por mí en mi ausencia, al igual que lo hacía yo por ella.

El año establecido para nuestro noviazgo, terminó antes de que nos diéramos cuenta, pues entre escaramuza y escaramuza, tenía que levantar nuestro futuro alojamiento. Viviríamos en la comunidad, pues la casa era similar a la que habitábamos en Gilo, por lo que construí con la ayuda de mi futuro suegro y mi siempre amigo Ahimelec, una bonita estancia para nosotros.

Yo tenía veintitrés años y Betsabé dieciocho, cuando por fin nos casamos. Los festejos duraron siete días, el pobre Eliam tiró la casa por la ventana, pues aparte de los familiares, invitamos a algunos de los que desde el principio estuvimos en Adulam, no a todos, sino a los de corazón sincero.

Incluso el rey, se pasó uno de los días al lugar donde nos encontrábamos. Me felicitó, alabó cortésmente la belleza de la novia y dándonos un bonito presente, se marchó, tras brindar por nosotros.

Se trataba de una hermosa arpa, decorada con piedras preciosas, que el rey me regaló, pues aun recordaba cómo me sentaba junto a él, cuando componía allá en la cueva. Además se me concedió el año de permiso, establecido en la Torah, para atender a la esposa tras la boda.
¡Qué buena celebración la de nuestra boda! Todo el día no cesaron de sonar los tamboriles, ni pararon de bailar las jóvenes, no faltaron los juegos ni las risas. Y tras la cena nupcial, realizamos una tradicional ceremonia:

Pusieron coronas sobre nuestras cabezas, Betsabé fue trasladada a nuestro hogar en una litera portada por sus parientes, a los que acompañaba un séquito de familiares con teas ardientes que alumbraban toda la propiedad.

Mientras tanto yo tenía que entrar en la casa del padre de la novia, también rodeada de antorchas relumbrantes, para solicitarla, produciéndose a continuación un particular regateo; que si los regalos a los parientes, que si la dote,.. era un ritual que pretendía demostrar la reticencia de la familia a desprenderse de la doncella, por lo que era bueno que se alargase y alargase.

Fue un día precioso e inolvidable, dentro del mejor año de mi vida hasta ahora.

Sin embargo, la larga guerra contra el reino del norte continuaba, aunque con largos periodos de tranquilidad, había fugaces pero intensos combates de vez en cuando.

Pero, era cada vez más evidente, que David iba creciendo e Is Boset menguando. Siendo las divisiones internas, producidas en su reino, las que, a la postre, nos darían la victoria definitiva.

Pues fue el mismo general Abner quien vino a David para ofrecerle el reino del que hasta entonces era su rey Is boset, después de un gran desencuentro entre ambos. Aunque el rey lo despidió en paz, esa visita le salió cara a Abner, pues Joab, sin que David lo supiera, lo mató como venganza por su hermano Asael.

Esto dio el golpe definitivo al ejército del norte y finalmente, el propio Is boset, fue traicionado y muerto en su palacio, tras lo cual los ancianos del reino del norte vinieron a David para proclamarlo…