martes, 18 de junio de 2019

Urias heteo. Un relato novelado. Capitulos 18 al 22

CAPÍTULO 18.
REY SOBRE TODO ISRAEL


Esto fue de gran gozo para todo el pueblo, incluso entre los del norte, pues todos recordaban cómo era David el que guiaba a Israel a la victoria, en tiempos de Saúl.

Lo que empezó siendo una banda de desesperados, escondidos en la cueva Adulam, se había convertido, gracias al Eterno, en un poderoso ejército de miles de hombres, de todas las tribus de Israel, a las órdenes del hijo de Isaí.

Y para los que habíamos estado con él desde el principio de su huída, era un auténtico milagro el ver cómo el Creador nuestro Adonai, lo había guardado y bendecido, hasta darle el trono que le prometió por medio del profeta Samuel, cuando era un simple pastor, allá en Belén.

Al poco de ser coronado, se nos dio la orden de subir contra Yerushalaim, se rumoreaba en el campamento que el rey había tenido una especie de impresión, sueño o visión, de que dicha ciudad, debía ser la capital del reino, que estaba destinada a ser la capital eterna de la nación.

En ese momento los jebuseos habitaban en ella, la familia de Eliam los conocía bastante bien. Pues habían sido vecinos, ya que Gilo prácticamente linda con ella. Hasta ese momento, existía una especie de pacto de no agresión entre los hebreos y los jebuseos.

Como en otras ciudades cananeas, se cometían en ella actos deshonrosos, de prostitución ritual y hechos abominables como el sacrificio de niños ofrecidos a sus dioses. Se sentían muy seguros, dentro de sus murallas, debido a la posición elevada que tenía la ciudad, que por muchos años la había hecho inexpugnable.

Además de lo cual, tenían agua dentro de la población, pues por medio de unos túneles habían podido acceder a un manantial cercano, que se encontraba fuera de sus murallas.

Y fue ese el punto débil, por donde pudimos entrar. Eliam, Ahimelec y yo mismo tuvimos un papel principal en esta batalla, pues, aunque los jebuseos lo guardaban como un gran secreto, los habitantes de Gilo veíamos como, de vez en cuando, se tiraba agua en gran cantidad, desde una de las laderas de Yerushalaim.
Así que inspeccionamos por la zona, de forma discreta pero intensa, de noche, hasta que pudimos descubrir la entrada que daba acceso a la red de túneles que los jebuseos habían construido para acceder al agua.

Así, mientras el asedio arreciaba contra la ciudad, un grupo como de unos setenta hombres pudimos abrirnos paso por dichos túneles, hasta llegar dentro de la ciudad. Esperamos ocultos el momento propicio, cuando la mayoría de los defensores estuvieran ocupados defendiendo las murallas del asedio, para irrumpir con rapidez y abrir una de las puertas.

Eliam nos dirigía y a su señal emprendimos con decisión el camino hacia una de las puertas, Ahimelec estaba al frente de los veinte arqueros que nos proporcionarían fuego de cobertura y los demás nos dividimos entre los que portábamos espada y los más fuertes, que iban armados con hachas, por si fueran necesarias para abrir la brecha en la puerta.

No tardaron demasiado los centinelas en darse cuenta de la jugada, pero recibían el ataque de los arqueros y honderos de nuestro ejército por fuera y de Ahimelec y los suyos por dentro, por lo que pudimos llegar hasta una de las puertas y abrirla, no sin oposición, pues de los setenta, apenas treinta sobrevivimos. Nos entristeció mucho ver como caían nuestros valientes compañeros, pero gracias a esta acción, la ciudad sucumbió rápidamente. Una vez más el Creador le había concedido a nuestro rey una gran victoria.

Apenas conquistada la ciudad, el rey inició los preparativos para trasladar la corte a la fortaleza de la misma, los levitas y sacerdotes hablaban de que, no sólo se trasladaría la corte a Yerushalaim, sino lo que es más importante, sería el lugar elegido para establecer el Arca Sagrada.
Y allí nos trasladamos también los oficiales del rey. Encontramos unas dependencias estupendas, colindantes con el palacio real, que el rey nos cedió en reconocimiento por nuestra participación decisiva en la toma de la ciudad. Tenía un patio enorme, y lo primero que hizo Eliam es trasplantar varias higueras y viñas en él, como siempre habíamos tenido en nuestras anteriores moradas. Tenía, además, espaciosas habitaciones, con espacio de sobra para todos.

También el Eterno nos había bendecido materialmente, a la vez que bendecía al rey David. Que empezaba a ser respetado por los reyes alrededor, como Hiram de Tiro, del que recibió grandes presentes. Por lo tanto, teníamos abundancia de pan y no nos faltaba de nada.

Sin embargo, con Betsabé, había algo que no iba del todo bien, pues el Eterno no le ha concedido tener hijos, lo que empezaba a afligirla, ya que llevábamos unos cinco años casados y aún no teníamos descendencia. Yo intentaba consolarla, diciéndole que para mí lo más importante era ella.

Y era cierto, pues aunque me hacía mucha ilusión tener hijos, ni siquiera me planteé tener más mujeres, aunque ya tenía dicha posibilidad por mi posición, pues la amaba y la amo profundamente. Por lo cual yo le decía que lo mismo el problema estaba en mí y no en ella, pero en el mundo hebreo es una afrenta para una mujer no tener hijos, y Betsabé empezaba a preocuparse.

Aun con estos problemas, pienso que somos felices. Sin embargo, siempre he tenido la sensación de que yo la he querido más que ella a mí, aunque sé que me quiere mucho, y sufre por mí cuando salgo en campaña.

Y es que, aunque el Eterno había establecido a David en el reino, las batallas no cesarían, en mucho tiempo. En primer lugar, los príncipes de las cinco ciudades filisteas, recelosos del poderío que iba tomando David, organizaron dos sucesivas campañas contra nosotros, atacándonos con sus carros con armamento pesado y sus mejores soldados.
Sin embargo, nuestro ejército había mejorado mucho, trabajábamos bien el hierro, perfeccionamos los carros y nuestros honderos y arqueros hacían estragos. Pero, por encima de todo eso, es que nuestro Adonai iba con nosotros y nos ayudaba y daba la victoria por donde quiera que salíamos.

Así pues, los derrotamos dos veces consecutivamente, recuperando territorios y haciéndolos retroceder hasta sus ciudades.

Cuando el rey termino de establecerse en Yerushalaim, lo primero que quiso hacer es traer el Arca del Pacto, a la ciudad. Yo estaba muy ilusionado, había oído hablar tanto de ella…

Recibimos la orden de alistarnos, con nuestros mejores atuendos, esta vez no para el combate, sino porque el rey había organizado el traslado del objeto más sagrado.

Había cantores, el pueblo estaba expectante y todos nosotros en formación. Los mejores artesanos habían preparado un precioso carro para la ocasión, todo estaba dispuesto y yo me sentía muy feliz. Sin embargo, Eliam, que se encontraba a mi lado tenía el semblante serio y estaba preocupado.

-Algo no va bien en este asunto- me empezó a decir – de hecho, creo que se está haciendo todo mal- aseveró.

-¿De qué hablas Eliam?, si está todo muy bien preparado- le dije sorprendido.

-En la Torah, vienen establecidas una serie de normas para trasladar el Arca- me dijo – sólo los de la tribu de Leví pueden hacerlo, además deben de guardarse de ciertas cosas, santificarse…- proseguía diciendo, cuando la vimos aparecer.


CAPÍTULO 19
EL ARCA


Realmente, no había visto nada igual, ¡y eso que se adoraba a mil dioses allá en karkemisch!, los rayos del sol se reflejaban con fuerza en el oro puro de las alas de los querubines, apenas si podía mirar. Cuando la vi, me dio la sensación de estar viendo un trono, y así lo entendí, -¡es el trono de Yahweh!- exclamé. Ahora entendía las historias que me habían contado sobre ella.

-Así es, desde ella se ha manifestado poderosamente su poder- me dijo emocionado Eliam.

La gente estaba feliz, los músicos empezaban a entonar sus cánticos, todo parecía ir bien, sin embargo, pronto descubrimos que Eliam tenía razón en preocuparse.

Una de las ruedas del carro que portaba el Arca, pareció tropezar con una piedra que sobresalía en el sendero, e instintivamente, uno de los jóvenes que lo acompañaban, alargó su mano y la sujetó por precaución para que no cayera.

Murió de forma fulminante, fue tocarla y salir despedido, quedando totalmente rígido.

-¿Has visto Eliam? …ha caído…¿muerto?- pregunté, sobrecogido.

-Sí es estremecedor, lo siento por el muchacho… pero, las cosas no se estaban haciendo bien- me respondió con la misma cara de asombro que yo tenía.

Los músicos dejaron de tocar y todos callamos. Era evidente que lo que había pasado no era normal y un temor se apoderó de nuestros corazones, empezando por el del mismo rey que suspendió la marcha, ordenando se guardase el Arca, en casa de un tal Obed-edom.

Cuando volvimos a Yerushalaim, Eliam me explicó más en detalle muchas cosas en relación a cómo había de conducirse el Arca y como él presentía que algo así podía pasar.

También el rey tomó buena nota de ello, había intentado traerla rápidamente, de una forma que él estimaba era correcta, pero se equivocó y así lo reconoció.

El Eterno bendijo la casa de Obed-edom los tres meses que estuvo allí. Tiempo que el rey usó para ultimar los preparativos del que sería su segundo y definitivo intento de trasladar el Arca, y ¡vaya si esta vez lo preparó bien!

En esta ocasión fueron movilizados cientos de levitas, vestidos de lino fino, blanco. Se habían purificado previamente, seleccionándose músicos expertos, de entre ellos, que tocaban toda clase de arpas y salterios resonantes. Además había más de cien, que hacían sonar los shofar especialmente labrados a partir de cuernos de antílopes y cabras salvajes. Realmente, ponía la piel de gallina, escucharlos a todos al unísono.

El Arca venía portada en los hombros de los levitas, mediante las varas cubiertas de oro, para tal fin. Pero creo que lo que más me sorprendió fue ver al rey, vestido como un sacerdote más, danzando con toda su fuerza delante del Arca y de todo el pueblo. Lo que agradó grandemente a todos.

Se ofrecieron holocaustos al entrar en Yerushalaim, colocándose el Arca, seguidamente, en una espectacular tienda, diseñada para tal fin. Y se encargó a los levitas su custodia y la realización de las ofrendas y alabanzas diarias.

Hubo gran gozo en toda la ciudad, y, tras los holocaustos y las ofrendas de paz, el rey mandó repartir a todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres, una torta de pan, otra de pasas y una buena porción de carne.

Ese día adoré al Eterno desde lo más profundo de mi corazón, por haberme permitido unirme a su pueblo, porque tenía la impresión de estar viviendo un acontecimiento único y especial. Me sentía muy feliz de haber sido rescatado de los ídolos, como oía cantar a los levitas en Yerushalaim:

“Cantad al Señor, toda la tierra;
proclamad de día en día las buenas nuevas de su salvación.
Contad su gloria entre las naciones,
sus maravillas entre todos los pueblos.
Porque grande es el Señor,
y muy digno de ser alabado;
temible es El también sobre todos los dioses.
Porque todos los dioses de los pueblos son ídolos,
mas el Señor hizo los cielos.”


CAPÍTULO 20
LA EXPANSIÓN DEL REINO

Después de esto, en los siguientes años, nuestro Elohim nos dio la victoria en todas las batallas que libramos. David sometió definitivamente a los filisteos, tomando Gat, y sus aldeas. Si alguien nos lo hubiera dicho cuando fuimos allí huyendo de Saúl y tuvimos que estar sometidos a su rey, mientras habitamos en Siclag, lo hubiéramos tomado por loco. Realmente, el poderío militar del ejército hebreo había aumentado sobremanera, pero era evidente que había una fuerza superior, un destino que nos guiaba.

Los moabitas, los edomitas, los arameos vinieron a ser siervos de David quien puso guarniciones en diversos sitios.

Me viene la imagen del rey David, en primera línea, arengando a las tropas, con una brillante Menorah grabada en su escudo y la pesada espada de Goliat en su diestra, allá en el valle de la sal, donde dieciocho mil guerreros edomitas se encontraban dispuestos a combatir contra nosotros, hasta las últimas consecuencias.

Teníamos a nuestra izquierda al mar salado, donde ya se reflejaban los primeros rayos de sol, y a la derecha esas extrañas colinas de sal, que algunos dicen, son las antiguas casas de Sodoma. Joab había diseñado una estrategia envolvente, dividiendo al ejército en dos, y dejando a los arqueros en medio. Sin embargo, el rey tomó el mando, Abisai, Eliam, Ahitofel, y muchos de los oficiales lo seguimos en vanguardia y atacamos en forma de cuña, por todo el centro de la formación edomita.

Hacía tiempo que no veía al Rey así, como al principio, al frente del ejército, es como si se sintiera invencible cuando tomaba la iniciativa de esa forma. Y el Eterno nos concedió una victoria aplastante.

Después de las campañas regresábamos a Yerushalaim, que cada vez estaba más hermosa. El rey la embellecía, conforme las riquezas y los tributos de nuestras conquistas, se iban acumulando. Dicen que está almacenando mucho material, porque quiere hacer un templo a Yahweh y traer los elementos del tabernáculo a él.

El rey ha ordenado a los levitas que renueven con fuerza el interés del pueblo por las antiguas Fiestas Solemnes, que hace mucho, no se celebran adecuadamente. Además, se ha establecido a Yerushalaim como el lugar donde se deben celebrar las tres más importantes.

Y, como no podía ser de otra manera, en nuestra comunidad familiar, las celebramos con gozo. El primer mes celebramos pesaj, y me encanta escuchar a Ahitofel contarle a los niños el relato del Éxodo. La ciudad se llena de peregrinos venidos de todas partes, cada año en más número. Lo mismo pasa en shavuot cuando damos gracias por la cosecha del trigo. Pero, sin duda, la que más me gusta a mí es la de Sukot, cuando construimos cabañas en los terrados y en el patio y las adornamos de frutos y hojas de palmeras y sauces. Es la fiesta más alegre de todas, son días de solidaridad con los pobres y extranjeros a los que invitamos a las celebraciones en las enramadas.

El rey vive con intensidad las fiestas que poco a poco se vuelven a celebrar adecuadamente, incluso ha compuesto algunos cantos hermosos, como uno que compuso, al observar las laderas de Yerushalaim llenas de peregrinos, el salmo dice:
“Mirad cuán bueno y cuán agradable es
que los hermanos habiten juntos en armonía.
Es como el óleo precioso sobre la cabeza,
el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón,
que desciende hasta el borde de sus vestiduras.
Es como el rocío de Hermón,
que desciende sobre los montes de Sion;
porque allí mandó el Señor la bendición,
la vida para siempre.”

Y así, entre batallas y celebraciones, transcurrieron los años.

Betsabé tenía treinta y cinco años y aún no había traído descendencia, por lo cual ya empezaba a perder la esperanza de tener hijos. Sin embargo yo la animaba y le recordaba la historia de las mujeres de los patriarcas, que pasaron por la misma prueba, y al final nuestro Adonai les dio hijos, y que yo tenía la impresión de que tendríamos un vástago, que sería grande entre su pueblo y serviría al Eterno. Ella me insistía en que tuviera más mujeres que me pudieran dar descendencia pero yo le di mi palabra de que jamás tendría otra mujer.

Betsabé me conoce bien, sabe mis defectos, que soy terco como una mula, pero también sabe que mi palabra tiene más valor que cualquier contrato, y que nunca tomaré otra esposa. Me entristezco por ella, es tan hermosa… siempre tengo la sensación de no merecerla.


CAPÍTULO 21
RABÁ


Después de todos estos recuerdos, entre ensoñaciones, vuelvo a recobrar totalmente la conciencia, me cuesta cada vez más respirar y siento bastante angustia, miro al imponente cielo azul, tendido en el suelo, cerca de la ciudad sitiada, esperando la ayuda del Eterno. Clamo para que me asista, y de nuevo vienen a mi mente imágenes, esta vez, de los últimos sucesos de mi vida.

Todo empezó el año pasado. Murió el rey de Amón y mi señor envió unos emisarios para consolar y saludar al hijo de éste, Hanún que había sustituido a su padre como portador de la corona. Sin embargo, éste avergonzó a los emisarios, desconfiando de que no fueran espías, cortándoles media barba y la mitad de sus vestidos hasta las nalgas. Esto indignó grandemente al rey y mandó a Joab hacer campaña contra los amonitas.

Estos, contrataron mercenarios de una coalición de ciudades arameas, en gran número, pues superaban los treinta mil. Así que al marchar contra Rabá, la capital amonita, nos encontramos con dos frentes. Por un lado los amonitas se situaron frente a la ciudad, por otro, los mercenarios se colocaron en el campo, intentando atacar nuestra retaguardia.

Los arameos eran hombres valientes, contaban con armamento pesado con carros bien pertrechados y tenían gran experiencia en combate. Por ese motivo, Joab dividió nuestras fuerzas. Contra los arameos nos enfrentamos los más veteranos y experimentados, y contra los amonitas irían los demás, dirigidos por Abisai.

Fuimos nosotros los que primero entramos en combate, nos desviamos de la ruta de Rabá y atacamos con furia a los arameos que se vieron sorprendidos, pues ellos no se percataron de que dividimos nuestras fuerzas. Al encontrarlos descolocados fue una victoria relativamente rápida, pues huyeron al ver que no podrían contener nuestro ataque.

Al ver los amonitas que los mercenarios arameos habían huido, ellos también se retiraron y se atrincheraron en su ciudad. Tras lo cual Joab mandó regresar a Yerushalaim.

Sin embargo, esta derrota tocó la moral de un pueblo orgulloso como era el arameo y, de nuevo, una coalición de sus ciudades, más numerosa aún que la primera, se reunió bajo las órdenes de Hadad-ezer, rey de Soba, colocándose en orden de batalla ante Israel.

En esta ocasión fue el mismo rey David quien nos dirigió, y esta vez si hubo un tremendo y reñido combate. Los carros de combate llevaron el peso de la batalla tanto de un bando, como del otro.

Creo que fue la batalla más triste para mí, la batalla en la que despedí a mi amigo, a mi hermano, Ahimelec.

Normalmente, comandábamos batallones de infantería, pero debido a nuestra larga experiencia en guerras de todo tipo, también nos manejábamos en carros de combate. Y en esta ocasión se decidió que fuésemos en uno de ellos, a la cabeza de un grupo de cincuenta carros. Ahimelec iba de arquero, yo llevaba el escudo y las jabalinas y un joven y ágil auriga, conducía.

La cosa iba bien para nosotros, yo aún seguía sorprendiéndome de la puntería de Ahimelec, perdí la cuenta de los enemigos que abatió, sin embargo, una flecha perdida impactó en la nuca de nuestro joven auriga, quien cayó fulminado, con las bridas en la mano, lo cual provocó que uno de los caballos tropezara, volcando el carro de manera violenta.

El combate era recio en esos momentos, yo quedé conmocionado por un instante, y al ponerme de pie, se me partió el alma al ver como un arameo se disponía a atravesar, con su espada, a mi amigo. Intenté reaccionar lo más rápido que pude, cogí una de las jabalinas que había caído junto a mí y la lancé con todas mis fuerzas. Di de lleno en el blanco, pues la jabalina entró por la espalda del arameo atravesándolo, pero no fui lo suficientemente rápido. No pude impedir que éste lo hiriera de muerte.

Cuando llegué hasta él, aún estaba con vida.

-¡Ahimelec, hermano, aguanta, saldrás de esta!- le gritaba –¡no es la primera vez que nos hieren!- le dije mientras intentaba taponar la herida que tenía en el abdomen que no paraba de sangrar a borbotones.

-Esta vez no, hermano… yo me quedo aquí- me dijo con dificultad.

-¡No! ¡tú nunca te rindes!, te llevaré a cuestas…-intentaba cogerlo cuando levantó su mano, indicándome que me callara, sabiendo que no podría hablar mucho más.

-¡Cuida de Sara y de mis hijos, al menos hasta que Elí (así se llamaba el mayor que tenía unos dieciocho años) pueda hacerse cargo de ellos!- me dijo apretando con fuerza mi mano.

-¡Sabes que lo haré hermano, te lo prometo!- le dije, con lágrimas en los ojos. Necesitaba escuchar esas palabras de mi boca, y al oírlas, expiró.

-Señor, recibe a tu siervo en tu gloria, ha luchado con valentía y honor por ti- oré mientras mis soldados me apartaron, arrastrándome prácticamente, para sacarme de allí.

La batalla continuó y el Señor de los Ejércitos, le dio a David una de las más importantes victorias, pues a partir de este enfrentamiento, los arameos firmaron la paz, sirviendo a nuestro rey, no volviendo a ayudar nunca a los hijos de Amón.

Al terminar la batalla, busqué el cuerpo de mi amigo, lo amortajé lo mejor que pude, y al llegar a la primera ciudad en tierra de Israel, compré un sepulcro nuevo y allí lo enterramos.

Lo que no podía imaginar es que apenas tendría un año para cumplir la promesa que le hice a mi amigo, ocupándome de su casa.

Pues el enfrentamiento con Amón no había terminado, y al año siguiente, al comienzo de la primavera, cuando los reyes salen a la guerra, se nos llamó a filas para ir a luchar contra ellos, en lo que para mí sería…




CAPÍTULO 22
LA ÚLTIMA BATALLA

Me extrañó que el rey no nos acompañara, pues aunque ya tenía cincuenta años, aún estaba muy fuerte y casi siempre venía al frente en las campañas importantes, y ésta lo era, pues había que terminar lo que con tanto esfuerzo, se empezó a ganar el año anterior.

De hecho, el Arca nos acompañaba en esta ocasión, la imagen de los levitas portándola, cuando bajábamos por una ladera de Yerushalaim, la tengo grabada a fuego; la ladera estaba totalmente cubierta de una fina yerba verde, salpicada por cientos de anémonas rojas, los levitas iban con sus vestiduras de lino blanco resplandecientes y el Arca brillaba fuertemente, al recibir el reflejo de los rayos del sol.

Los sacerdotes bendijeron a la tropa, y muchos, los que amamos la ley del Eterno, hicimos votos de pureza y castidad, mientras durara esta campaña.

En el ejército nos dividíamos en grupos de mil, guiados por un comandante, a estos batallones les poníamos nombre, el nuestro se llamaba “el escuadrón de Jonatán”, en recuerdo de aquél valiente guerrero amigo del rey. Después, dentro de cada grupo de mil, los oficiales dirigíamos a cincuenta soldados.

Yo llevaba años con mi grupo, de vez en cuando algún veterano caía en combate o se retiraba por edad o pérdida de facultades y era sustituido por un novato, al que poco a poco le íbamos enseñando, ocupando primeramente las posiciones de retaguardia, y tomando más responsabilidad con el paso del tiempo.

Esta vez faltaba un valiente en el escuadrón de Jonatán, un jefe de cincuenta como pocos ha habido, mi amigo, mi hermano Ahimelec, no pensaba que pronto me iba a reunir con él.

Al llegar a Amón se produjeron las primeras escaramuzas, e inflingimos numerosas bajas entre sus filas rápidamente, por lo que se replegaron a su capital Rabá, protegida por altas y fuertes murallas, y se dispusieron a resistir el sitio.

Se esperaba una contienda larga, pues poseían fuentes de aguas y se habían preparado con víveres, conocedores de que iríamos contra ellos. Además tenían entre sus filas, guerreros bien entrenados, que hacían rápidas salidas de la ciudad para hostigar a nuestras tropas.

Tras una de esas escaramuzas, al llegar al campamento, un mensajero de Joab, mi general, me dijo que me presentase inmediatamente ante él. Me extrañó que me mandaran presentar directamente ante él, y no ante el comandante de mi escuadrón.

Cuando llegué a su tienda, me dio la diestra en señal de compañerismo, pues le conocía desde el principio, desde la cueva de Adulam. Es un hombre valiente y un gran estratega, este Joab, pero, en mi opinión, algunas veces es demasiado duro incluso para estos tiempos de guerra.

-Esto viene de arriba, Urías- me dijo señalándome que recibía órdenes.

-El rey ordena de que se le informe del desarrollo de la guerra, y quiere que vayas tú, coge a varios de tus hombres y parte hacia Yerushalaim- me indicó.

-A sus órdenes mi general, partiremos lo antes posible- contesté, intentando disimular mi extrañeza por el asunto, pues había mensajeros en nuestro ejército, gente ligera, entrenada para llevar y traer noticias del frente. Además, mi grupo tenía asignada una zona determinada del asedio, que ahora debería de reorganizarse.

Pero, como siempre he hecho, obedecí las órdenes y emprendimos el viaje. Cuando llegamos, entramos en los aposentos de la guarnición de palacio, para asearnos y cambiar nuestros vestidos, y me dirigí hacia las dependencias reales, donde el rey me esperaba.

Cuando lo vi, lo salude con la reverencia habitual, pero él apretando su diestra sobre la mía, y poniendo su mano izquierda en mi hombro, me dijo:

-Esto sobra entre nosotros, compañero, ¿qué tal? ¿cómo va el sitio de Rabá? ¿está alta la moral de los hombres? ¿necesitará más refuerzos Joab?- me preguntaba repetidamente, de una forma un poco precipitada o nerviosa.

Le dije que las operaciones iban bien, que deberíamos tener paciencia, que no creía fuera necesario enviar más refuerzos… Pero notaba algo extraño en él. No me miraba a los ojos, parecía como si no me prestara atención, movía la cabeza para los lados, es como si estuviera incómodo por algo, no sé, quizás se había arrepentido de no ir al frente, pensé.

Pero, la realidad, es que aunque hacía tiempo que no estaba con él personalmente, no era la misma persona segura, firme y alegre de siempre. De hecho, mi informe duró apenas unos minutos, y ni siquiera había terminado de hablar, cuando me dijo:

-Es suficiente Urías, desciende a tu casa, relájate, descansa y atiende a tu mujer, mañana continuaremos- me dijo dirigiendo su mirada al exterior, a través de una de las grandes ventanas de la habitación donde nos encontrábamos.

Nuevamente, me extrañó que me dijera que atendiera a mi mujer, no es que no tuviera ganas de estar con ella, todo lo contrario, pero pienso que él sabía que cuando el Arca venía con nosotros, yo hacía votos de pureza y castidad. Pero no le respondí nada, sino que me marché a los aposentos de la tropa de palacio.

Cuando me dirigía hacia ellos, uno de los siervos del rey, al que yo conocía desde hace tiempo, me entregó un regalo de su parte, diciéndome:

-Urías, esta daga es un regalo que el rey ha querido hacerte- me dijo, entregándome la segunda daga que me regalaban en mi vida. Esta era mucho más hermosa que la de mi padre, que aún llevaba siempre conmigo, pero demasiado fina para el combate, tenía piedras preciosas incrustadas en la empuñadura, por lo que le dije a Uza -que así se llama el siervo del rey-, que hiciera el favor de mandársela a mi mujer, ella sabría donde ponerla en casa.

-No hay problema Urías, pero…¿por qué no vas a tu casa?... debes hacerlo…- me indicó como queriendo decirme algo que no se atrevía a expresar.

-¡Pero qué interés tiene todo el mundo en que descienda a mi casa!, he hecho voto, Uza, no bajaré- le contesté de forma un poco cortante, pues estaba cansado, más que nadie quería ver a Betsabé, pero no rompería mi voto.

Dormí profundamente esa noche, estaba cansado del viaje, tanto es así que, tuvieron que despertarme.

-¡Urías, despierta, el rey te llama!- me indicó Uza.

Pensé que querría conocer algún detalle más, o que nos despediría ya hacia el frente. Sin embargo, al presentarme ante él, me dijo un poco enfadado:

-¿No te dije que descendieras a tu casa?, ¿por qué has dormido con la tropa?- me indicó con tono de frustración.

No entendía bien, por qué este interés del rey, sería por cortesía, pensé. Sin embargo, ya estaba un poco cansado de que me pusieran más y más trabas para que no pudiera cumplir mi voto, y le hablé claramente:

-Mi señor, el Arca está en tiendas, tus siervos duermen en el campamento, o al raso, llevamos varios días sufriendo ese desagradable y seco viento del este, que enturbia las mentes. Mi rey conoce perfectamente de lo que le hablo, y además y lo más importante he hecho voto, al salir en campaña. ¿Por qué me insiste el Rey?- respondí, alzando la voz quizás un poco más de lo adecuado, para el lugar donde estaba.

Noté como mis palabras, penetraron en el corazón del rey, como si de puñales se trataran, pues él sabía perfectamente de lo que estaba hablando, ya que, al principio de todo, habíamos pasado juntos por todo tipo de dificultades; durmiendo al raso alrededor de una hoguera, sufriendo las inclemencias del tiempo; el calor abrasador unas veces, el frío que te hiela los huesos otras…

Al escuchar mis palabras, el rey no me insistió ni me recriminó nada más, tan sólo me pidió que me quedara otro día más con él, y que comiera a su mesa antes de partir al día siguiente.

El banquete en palacio fue impresionante, nunca había comido tanto, ni bebido tanto vino de gran calidad. Demasiado vino para un solo día, casi no me podía mantener en pie, menos mal que Uza me acompañó, diciéndome:

-Quieren que te lleve a tu casa, pero como sé de más que no hay nadie más testarudo que tú, te acompaño a los barracones- y allí volví a pasar la noche.

Por la mañana nos preparamos para partir al frente, y el rey me entregó una carta sellada con el sello real, para que se la entregara a mi general.

-Confío en tu discreción- me dijo.

-Mi señor me conoce bien, y sabe que cuenta con ella- le respondí, y emprendimos el viaje.

Apenas habíamos cabalgado unos metros fuera de palacio, cuando escuché la voz más agradable de todas, para mí, la voz de mi esposa:

-¡Urías espera!- me gritó mientras corría hacia nosotros.

-¡Por favor, cuídate!- me dijo mientras me abrazaba y mojaba mi cuello con sus lágrimas.

-Tranquila mujer, no es la primera batalla que libro, ni será la última, confía, ¿por qué estás así?- le dije al oído mientras permanecíamos abrazados.

Entonces, me dijo:

-Nunca te he merecido, Urías, perdóname, eres mucho mejor que yo- me dijo con tristeza.

-No me digas eso esposa mía, me has hecho siempre el hombre más feliz sobre la tierra, y sabes que precisamente lo contrario a lo que dices, es lo que yo siento, que he sido muy afortunado al tenerte- y dándole un beso la despedí. En ese momento no se me ocurrió pensar que sería el último beso que le daría.

No obstante todo era muy extraño, la manera de hablar del rey, el comportamiento de Uza, las lágrimas de mi mujer… para colmo, cuando llegamos al campamento y entregué el mensaje a Joab, noté como cambió la expresión de su rostro al leerlo para sí, y cómo a continuación, me asignó otra unidad, una unidad de hombres de los que yo no tenía muy buen concepto… un día extraño este, pensé.










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