CAPÍTULO 18.
REY SOBRE TODO ISRAEL
Esto fue de gran gozo para todo el pueblo, incluso entre
los del norte, pues todos recordaban cómo era David el que guiaba a
Israel a la victoria, en tiempos de Saúl.
Lo que empezó siendo una banda de desesperados,
escondidos en la cueva Adulam, se había convertido, gracias al
Eterno, en un poderoso ejército de miles de hombres, de todas las
tribus de Israel, a las órdenes del hijo de Isaí.
Y para los que habíamos estado con él desde el
principio de su huída, era un auténtico milagro el ver cómo el
Creador nuestro Adonai, lo había guardado y bendecido, hasta darle
el trono que le prometió por medio del profeta Samuel, cuando era un
simple pastor, allá en Belén.
Al poco de ser coronado, se nos dio la orden de subir
contra Yerushalaim, se rumoreaba en el campamento que el rey había
tenido una especie de impresión, sueño o visión, de que dicha
ciudad, debía ser la capital del reino, que estaba destinada a ser
la capital eterna de la nación.
En ese momento los jebuseos habitaban en ella, la
familia de Eliam los conocía bastante bien. Pues habían sido
vecinos, ya que Gilo prácticamente linda con ella. Hasta ese
momento, existía una especie de pacto de no agresión entre los
hebreos y los jebuseos.
Como en otras ciudades cananeas, se cometían en ella
actos deshonrosos, de prostitución ritual y hechos abominables como
el sacrificio de niños ofrecidos a sus dioses. Se sentían muy
seguros, dentro de sus murallas, debido a la posición elevada que
tenía la ciudad, que por muchos años la había hecho inexpugnable.
Además de lo cual, tenían agua dentro de la población,
pues por medio de unos túneles habían podido acceder a un manantial
cercano, que se encontraba fuera de sus murallas.
Y fue ese el punto débil, por donde pudimos entrar.
Eliam, Ahimelec y yo mismo tuvimos un papel principal en esta
batalla, pues, aunque los jebuseos lo guardaban como un gran secreto,
los habitantes de Gilo veíamos como, de vez en cuando, se tiraba
agua en gran cantidad, desde una de las laderas de Yerushalaim.
Así que inspeccionamos por la zona, de forma discreta
pero intensa, de noche, hasta que pudimos descubrir la entrada que
daba acceso a la red de túneles que los jebuseos habían construido
para acceder al agua.
Así, mientras el asedio arreciaba contra la ciudad, un
grupo como de unos setenta hombres pudimos abrirnos paso por dichos
túneles, hasta llegar dentro de la ciudad. Esperamos ocultos el
momento propicio, cuando la mayoría de los defensores estuvieran
ocupados defendiendo las murallas del asedio, para irrumpir con
rapidez y abrir una de las puertas.
Eliam nos dirigía y a su señal emprendimos con
decisión el camino hacia una de las puertas, Ahimelec estaba al
frente de los veinte arqueros que nos proporcionarían fuego de
cobertura y los demás nos dividimos entre los que portábamos espada
y los más fuertes, que iban armados con hachas, por si fueran
necesarias para abrir la brecha en la puerta.
No tardaron demasiado los centinelas en darse cuenta de
la jugada, pero recibían el ataque de los arqueros y honderos de
nuestro ejército por fuera y de Ahimelec y los suyos por dentro, por
lo que pudimos llegar hasta una de las puertas y abrirla, no sin
oposición, pues de los setenta, apenas treinta sobrevivimos. Nos
entristeció mucho ver como caían nuestros valientes compañeros,
pero gracias a esta acción, la ciudad sucumbió rápidamente. Una
vez más el Creador le había concedido a nuestro rey una gran
victoria.
Apenas conquistada la ciudad, el rey inició los
preparativos para trasladar la corte a la fortaleza de la misma, los
levitas y sacerdotes hablaban de que, no sólo se trasladaría la
corte a Yerushalaim, sino lo que es más importante, sería el lugar
elegido para establecer el Arca Sagrada.
Y allí nos trasladamos también los oficiales del rey.
Encontramos unas dependencias estupendas, colindantes con el palacio
real, que el rey nos cedió en reconocimiento por nuestra
participación decisiva en la toma de la ciudad. Tenía un patio
enorme, y lo primero que hizo Eliam es trasplantar varias higueras y
viñas en él, como siempre habíamos tenido en nuestras anteriores
moradas. Tenía, además, espaciosas habitaciones, con espacio de
sobra para todos.
También el Eterno nos había bendecido materialmente, a
la vez que bendecía al rey David. Que empezaba a ser respetado por
los reyes alrededor, como Hiram de Tiro, del que recibió grandes
presentes. Por lo tanto, teníamos abundancia de pan y no nos faltaba
de nada.
Sin embargo, con Betsabé, había algo que no iba del
todo bien, pues el Eterno no le ha concedido tener hijos, lo que
empezaba a afligirla, ya que llevábamos unos cinco años casados y
aún no teníamos descendencia. Yo intentaba consolarla, diciéndole
que para mí lo más importante era ella.
Y era cierto, pues aunque me hacía mucha ilusión tener
hijos, ni siquiera me planteé tener más mujeres, aunque ya tenía
dicha posibilidad por mi posición, pues la amaba y la amo
profundamente. Por lo cual yo le decía que lo mismo el problema
estaba en mí y no en ella, pero en el mundo hebreo es una afrenta
para una mujer no tener hijos, y Betsabé empezaba a preocuparse.
Aun con estos problemas, pienso que somos felices. Sin
embargo, siempre he tenido la sensación de que yo la he querido más
que ella a mí, aunque sé que me quiere mucho, y sufre por mí
cuando salgo en campaña.
Y es que, aunque el Eterno había establecido a David en
el reino, las batallas no cesarían, en mucho tiempo. En primer
lugar, los príncipes de las cinco ciudades filisteas, recelosos del
poderío que iba tomando David, organizaron dos sucesivas campañas
contra nosotros, atacándonos con sus carros con armamento pesado y
sus mejores soldados.
Sin embargo, nuestro ejército había mejorado mucho,
trabajábamos bien el hierro, perfeccionamos los carros y nuestros
honderos y arqueros hacían estragos. Pero, por encima de todo eso,
es que nuestro Adonai iba con nosotros y nos ayudaba y daba la
victoria por donde quiera que salíamos.
Así
pues, los derrotamos dos veces consecutivamente, recuperando
territorios y haciéndolos retroceder hasta sus ciudades.
Cuando
el rey termino de establecerse en Yerushalaim, lo primero que quiso
hacer es traer el Arca del Pacto, a la ciudad. Yo estaba muy
ilusionado, había oído hablar tanto de ella…
Recibimos
la orden de alistarnos, con nuestros mejores atuendos, esta vez no
para el combate, sino porque el rey había organizado el traslado del
objeto más sagrado.
Había
cantores, el pueblo estaba expectante y todos nosotros en formación.
Los mejores artesanos habían preparado un precioso carro para la
ocasión, todo estaba dispuesto y yo me sentía muy feliz. Sin
embargo, Eliam, que se encontraba a mi lado tenía el semblante serio
y estaba preocupado.
-Algo
no va bien en este asunto- me empezó a decir – de hecho, creo que
se está haciendo todo mal- aseveró.
-¿De
qué hablas Eliam?, si está todo muy bien preparado- le dije
sorprendido.
-En
la Torah, vienen establecidas una serie de normas para trasladar el
Arca- me dijo – sólo los de la tribu de Leví pueden hacerlo,
además deben de guardarse de ciertas cosas, santificarse…-
proseguía diciendo, cuando la vimos aparecer.
CAPÍTULO 19
EL ARCA
Realmente,
no había visto nada igual, ¡y eso que se adoraba a mil dioses allá
en karkemisch!, los rayos del sol se reflejaban con fuerza en el oro
puro de las alas de los querubines, apenas si podía mirar. Cuando la
vi, me dio la sensación de estar viendo un trono, y así lo entendí,
-¡es el trono de Yahweh!- exclamé. Ahora entendía las historias
que me habían contado sobre ella.
-Así
es, desde ella se ha manifestado poderosamente su poder- me dijo
emocionado Eliam.
La
gente estaba feliz, los músicos empezaban a entonar sus cánticos,
todo parecía ir bien, sin embargo, pronto descubrimos que Eliam
tenía razón en preocuparse.
Una
de las ruedas del carro que portaba el Arca, pareció tropezar con
una piedra que sobresalía en el sendero, e instintivamente, uno de
los jóvenes que lo acompañaban, alargó su mano y la sujetó por
precaución para que no cayera.
Murió
de forma fulminante, fue tocarla y salir despedido, quedando
totalmente rígido.
-¿Has
visto Eliam? …ha caído…¿muerto?- pregunté, sobrecogido.
-Sí
es estremecedor, lo siento por el muchacho… pero, las cosas no se
estaban haciendo bien- me respondió con la misma cara de asombro que
yo tenía.
Los músicos dejaron de tocar y todos callamos. Era
evidente que lo que había pasado no era normal y un temor se apoderó
de nuestros corazones, empezando por el del mismo rey que suspendió
la marcha, ordenando se guardase el Arca, en casa de un tal
Obed-edom.
Cuando
volvimos a Yerushalaim, Eliam me explicó más en detalle muchas
cosas en relación a cómo había de conducirse el Arca y como él
presentía que algo así podía pasar.
También
el rey tomó buena nota de ello, había intentado traerla
rápidamente, de una forma que él estimaba era correcta, pero se
equivocó y así lo reconoció.
El Eterno bendijo la casa de Obed-edom los tres meses
que estuvo allí. Tiempo que el rey usó para ultimar los
preparativos del que sería su segundo y definitivo intento de
trasladar el Arca, y ¡vaya si esta vez lo preparó bien!
En
esta ocasión fueron movilizados cientos de levitas, vestidos de lino
fino, blanco. Se habían purificado previamente, seleccionándose
músicos expertos, de entre ellos, que tocaban toda clase de arpas y
salterios resonantes. Además había más de cien, que hacían sonar
los shofar especialmente labrados a partir de cuernos de antílopes y
cabras salvajes. Realmente, ponía la piel de gallina, escucharlos a
todos al unísono.
El
Arca venía portada en los hombros de los levitas, mediante las varas
cubiertas de oro, para tal fin. Pero creo que lo que más me
sorprendió fue ver al rey, vestido como un sacerdote más, danzando
con toda su fuerza delante del Arca y de todo el pueblo. Lo que
agradó grandemente a todos.
Se
ofrecieron holocaustos al entrar en Yerushalaim, colocándose el
Arca, seguidamente, en una espectacular tienda, diseñada para tal
fin. Y se encargó a los levitas su custodia y la realización de las
ofrendas y alabanzas diarias.
Hubo
gran gozo en toda la ciudad, y, tras los holocaustos y las ofrendas
de paz, el rey mandó repartir a todos, grandes y pequeños, hombres
y mujeres, una torta de pan, otra de pasas y una buena porción de
carne.
Ese
día adoré al Eterno desde lo más profundo de mi corazón, por
haberme permitido unirme a su pueblo, porque tenía la impresión de
estar viviendo un acontecimiento único y especial. Me sentía muy
feliz de haber sido rescatado de los ídolos, como oía cantar a los
levitas en Yerushalaim:
“Cantad
al Señor, toda la tierra;
proclamad
de día en día las buenas nuevas de su salvación.
Contad
su gloria entre las naciones,
sus
maravillas entre todos los pueblos.
Porque
grande es el Señor,
y
muy digno de ser alabado;
temible
es El también sobre todos los dioses.
Porque
todos los dioses de los pueblos son ídolos,
mas
el Señor hizo los cielos.”
CAPÍTULO 20
LA EXPANSIÓN DEL REINO
Después de esto, en los siguientes años, nuestro
Elohim nos dio la victoria en todas las batallas que libramos. David
sometió definitivamente a los filisteos, tomando Gat, y sus aldeas.
Si alguien nos lo hubiera dicho cuando fuimos allí huyendo de Saúl
y tuvimos que estar sometidos a su rey, mientras habitamos en Siclag,
lo hubiéramos tomado por loco. Realmente, el poderío militar del
ejército hebreo había aumentado sobremanera, pero era evidente que
había una fuerza superior, un destino que nos guiaba.
Los
moabitas, los edomitas, los arameos vinieron a ser siervos de David
quien puso guarniciones en diversos sitios.
Me
viene la imagen del rey David, en primera línea, arengando a las
tropas, con una brillante Menorah grabada en su escudo y la pesada
espada de Goliat en su diestra, allá en el valle de la sal, donde
dieciocho mil guerreros edomitas se encontraban dispuestos a combatir
contra nosotros, hasta las últimas consecuencias.
Teníamos
a nuestra izquierda al mar salado, donde ya se reflejaban los
primeros rayos de sol, y a la derecha esas extrañas colinas de sal,
que algunos dicen, son las antiguas casas de Sodoma. Joab había
diseñado una estrategia envolvente, dividiendo al ejército en dos,
y dejando a los arqueros en medio. Sin embargo, el rey tomó el
mando, Abisai, Eliam, Ahitofel, y muchos de los oficiales lo seguimos
en vanguardia y atacamos en forma de cuña, por todo el centro de la
formación edomita.
Hacía
tiempo que no veía al Rey así, como al principio, al frente del
ejército, es como si se sintiera invencible cuando tomaba la
iniciativa de esa forma. Y el Eterno nos concedió una victoria
aplastante.
Después
de las campañas regresábamos a Yerushalaim, que cada vez estaba más
hermosa. El rey la embellecía, conforme las riquezas y los tributos
de nuestras conquistas, se iban acumulando. Dicen que está
almacenando mucho material, porque quiere hacer un templo a Yahweh y
traer los elementos del tabernáculo a él.
El
rey ha ordenado a los levitas que renueven con fuerza el interés del
pueblo por las antiguas Fiestas Solemnes, que hace mucho, no se
celebran adecuadamente. Además, se ha establecido a Yerushalaim como
el lugar donde se deben celebrar las tres más importantes.
Y,
como no podía ser de otra manera, en nuestra comunidad familiar, las
celebramos con gozo. El primer mes celebramos pesaj, y me encanta
escuchar a Ahitofel contarle a los niños el relato del Éxodo. La
ciudad se llena de peregrinos venidos de todas partes, cada año en
más número. Lo mismo pasa en shavuot cuando damos gracias por la
cosecha del trigo. Pero, sin duda, la que más me gusta a mí es la
de Sukot, cuando construimos cabañas en los terrados y en el patio y
las adornamos de frutos y hojas de palmeras y sauces. Es la fiesta
más alegre de todas, son días de solidaridad con los pobres y
extranjeros a los que invitamos a las celebraciones en las enramadas.
El
rey vive con intensidad las fiestas que poco a poco se vuelven a
celebrar adecuadamente, incluso ha compuesto algunos cantos hermosos,
como uno que compuso, al observar las laderas de Yerushalaim llenas
de peregrinos, el salmo dice:
“Mirad
cuán bueno y cuán agradable es
que
los hermanos habiten juntos en armonía.
Es
como el óleo precioso sobre la cabeza,
el
cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón,
que
desciende hasta el borde de sus vestiduras.
Es
como el rocío de Hermón,
que
desciende sobre los montes de Sion;
porque
allí mandó el Señor la bendición,
la
vida para siempre.”
Y
así, entre batallas y celebraciones, transcurrieron los años.
Betsabé tenía treinta y cinco años y aún no había
traído descendencia, por lo cual ya empezaba a perder la esperanza
de tener hijos. Sin embargo yo la animaba y le recordaba la historia
de las mujeres de los patriarcas, que pasaron por la misma prueba, y
al final nuestro Adonai les dio hijos, y que yo tenía la impresión
de que tendríamos un vástago, que sería grande entre su pueblo y
serviría al Eterno. Ella me insistía en que tuviera más mujeres
que me pudieran dar descendencia pero yo le di mi palabra de que
jamás tendría otra mujer.
Betsabé me conoce bien, sabe mis defectos, que soy
terco como una mula, pero también sabe que mi palabra tiene más
valor que cualquier contrato, y que nunca tomaré otra esposa. Me
entristezco por ella, es tan hermosa… siempre tengo la sensación
de no merecerla.
CAPÍTULO 21
RABÁ
Después
de todos estos recuerdos, entre ensoñaciones, vuelvo a recobrar
totalmente la conciencia, me cuesta cada vez más respirar y siento
bastante angustia, miro al imponente cielo azul, tendido en el suelo,
cerca de la ciudad sitiada, esperando la ayuda del Eterno. Clamo para
que me asista, y de nuevo vienen a mi mente imágenes, esta vez, de
los últimos sucesos de mi vida.
Todo
empezó el año pasado. Murió el rey de Amón y mi señor envió
unos emisarios para consolar y saludar al hijo de éste, Hanún que
había sustituido a su padre como portador de la corona. Sin embargo,
éste avergonzó a los emisarios, desconfiando de que no fueran
espías, cortándoles media barba y la mitad de sus vestidos hasta
las nalgas. Esto indignó grandemente al rey y mandó a Joab hacer
campaña contra los amonitas.
Estos,
contrataron mercenarios de una coalición de ciudades arameas, en
gran número, pues superaban los treinta mil. Así que al marchar
contra Rabá, la capital amonita, nos encontramos con dos frentes.
Por un lado los amonitas se situaron frente a la ciudad, por otro,
los mercenarios se colocaron en el campo, intentando atacar nuestra
retaguardia.
Los
arameos eran hombres valientes, contaban con armamento pesado con
carros bien pertrechados y tenían gran experiencia en combate. Por
ese motivo, Joab dividió nuestras fuerzas. Contra los arameos nos
enfrentamos los más veteranos y experimentados, y contra los
amonitas irían los demás, dirigidos por Abisai.
Fuimos
nosotros los que primero entramos en combate, nos desviamos de la
ruta de Rabá y atacamos con furia a los arameos que se vieron
sorprendidos, pues ellos no se percataron de que dividimos nuestras
fuerzas. Al encontrarlos descolocados fue una victoria relativamente
rápida, pues huyeron al ver que no podrían contener nuestro ataque.
Al
ver los amonitas que los mercenarios arameos habían huido, ellos
también se retiraron y se atrincheraron en su ciudad. Tras lo cual
Joab mandó regresar a Yerushalaim.
Sin
embargo, esta derrota tocó la moral de un pueblo orgulloso como era
el arameo y, de nuevo, una coalición de sus ciudades, más numerosa
aún que la primera, se reunió bajo las órdenes de Hadad-ezer, rey
de Soba, colocándose en orden de batalla ante Israel.
En
esta ocasión fue el mismo rey David quien nos dirigió, y esta vez
si hubo un tremendo y reñido combate. Los carros de combate llevaron
el peso de la batalla tanto de un bando, como del otro.
Creo
que fue la batalla más triste para mí, la batalla en la que despedí
a mi amigo, a mi hermano, Ahimelec.
Normalmente,
comandábamos batallones de infantería, pero debido a nuestra larga
experiencia en guerras de todo tipo, también nos manejábamos en
carros de combate. Y en esta ocasión se decidió que fuésemos en
uno de ellos, a la cabeza de un grupo de cincuenta carros. Ahimelec
iba de arquero, yo llevaba el escudo y las jabalinas y un joven y
ágil auriga, conducía.
La
cosa iba bien para nosotros, yo aún seguía sorprendiéndome de la
puntería de Ahimelec, perdí la cuenta de los enemigos que abatió,
sin embargo, una flecha perdida impactó en la nuca de nuestro joven
auriga, quien cayó fulminado, con las bridas en la mano, lo cual
provocó que uno de los caballos tropezara, volcando el carro de
manera violenta.
El
combate era recio en esos momentos, yo quedé conmocionado por un
instante, y al ponerme de pie, se me partió el alma al ver como un
arameo se disponía a atravesar, con su espada, a mi amigo. Intenté
reaccionar lo más rápido que pude, cogí una de las jabalinas que
había caído junto a mí y la lancé con todas mis fuerzas. Di de
lleno en el blanco, pues la jabalina entró por la espalda del arameo
atravesándolo, pero no fui lo suficientemente rápido. No pude
impedir que éste lo hiriera de muerte.
Cuando
llegué hasta él, aún estaba con vida.
-¡Ahimelec,
hermano, aguanta, saldrás de esta!- le gritaba –¡no es la primera
vez que nos hieren!- le dije mientras intentaba taponar la herida que
tenía en el abdomen que no paraba de sangrar a borbotones.
-Esta
vez no, hermano… yo me quedo aquí- me dijo con dificultad.
-¡No!
¡tú nunca te rindes!, te llevaré a cuestas…-intentaba cogerlo
cuando levantó su mano, indicándome que me callara, sabiendo que no
podría hablar mucho más.
-¡Cuida
de Sara y de mis hijos, al menos hasta que Elí (así se llamaba el
mayor que tenía unos dieciocho años) pueda hacerse cargo de
ellos!- me dijo apretando con fuerza mi mano.
-¡Sabes
que lo haré hermano, te lo prometo!- le dije, con lágrimas en los
ojos. Necesitaba escuchar esas palabras de mi boca, y al oírlas,
expiró.
-Señor,
recibe a tu siervo en tu gloria, ha luchado con valentía y honor por
ti- oré mientras mis soldados me apartaron, arrastrándome
prácticamente, para sacarme de allí.
La
batalla continuó y el Señor de los Ejércitos, le dio a David una
de las más importantes victorias, pues a partir de este
enfrentamiento, los arameos firmaron la paz, sirviendo a nuestro rey,
no volviendo a ayudar nunca a los hijos de Amón.
Al
terminar la batalla, busqué el cuerpo de mi amigo, lo amortajé lo
mejor que pude, y al llegar a la primera ciudad en tierra de Israel,
compré un sepulcro nuevo y allí lo enterramos.
Lo
que no podía imaginar es que apenas tendría un año para cumplir la
promesa que le hice a mi amigo, ocupándome de su casa.
Pues
el enfrentamiento con Amón no había terminado, y al año siguiente,
al comienzo de la primavera, cuando los reyes salen a la guerra, se
nos llamó a filas para ir a luchar contra ellos, en lo que para mí
sería…
CAPÍTULO 22
LA ÚLTIMA BATALLA
Me extrañó que el rey no nos acompañara, pues aunque
ya tenía cincuenta años, aún estaba muy fuerte y casi siempre
venía al frente en las campañas importantes, y ésta lo era, pues
había que terminar lo que con tanto esfuerzo, se empezó a ganar el
año anterior.
De
hecho, el Arca nos acompañaba en esta ocasión, la imagen de los
levitas portándola, cuando bajábamos por una ladera de Yerushalaim,
la tengo grabada a fuego; la ladera estaba totalmente cubierta de una
fina yerba verde, salpicada por cientos de anémonas rojas, los
levitas iban con sus vestiduras de lino blanco resplandecientes y el
Arca brillaba fuertemente, al recibir el reflejo de los rayos del
sol.
Los sacerdotes bendijeron a la tropa, y muchos, los que
amamos la ley del Eterno, hicimos votos de pureza y castidad,
mientras durara esta campaña.
En el ejército nos dividíamos en grupos de mil,
guiados por un comandante, a estos batallones les poníamos nombre,
el nuestro se llamaba “el escuadrón de Jonatán”, en recuerdo de
aquél valiente guerrero amigo del rey. Después, dentro de cada
grupo de mil, los oficiales dirigíamos a cincuenta soldados.
Yo llevaba años con mi grupo, de vez en cuando algún
veterano caía en combate o se retiraba por edad o pérdida de
facultades y era sustituido por un novato, al que poco a poco le
íbamos enseñando, ocupando primeramente las posiciones de
retaguardia, y tomando más responsabilidad con el paso del tiempo.
Esta vez faltaba un valiente en el escuadrón de
Jonatán, un jefe de cincuenta como pocos ha habido, mi amigo, mi
hermano Ahimelec, no pensaba que pronto me iba a reunir con él.
Al llegar a Amón se produjeron las primeras
escaramuzas, e inflingimos numerosas bajas entre sus filas
rápidamente, por lo que se replegaron a su capital Rabá, protegida
por altas y fuertes murallas, y se dispusieron a resistir el sitio.
Se esperaba una contienda larga, pues poseían fuentes
de aguas y se habían preparado con víveres, conocedores de que
iríamos contra ellos. Además tenían entre sus filas, guerreros
bien entrenados, que hacían rápidas salidas de la ciudad para
hostigar a nuestras tropas.
Tras una de esas escaramuzas, al llegar al campamento,
un mensajero de Joab, mi general, me dijo que me presentase
inmediatamente ante él. Me extrañó que me mandaran presentar
directamente ante él, y no ante el comandante de mi escuadrón.
Cuando llegué a su tienda, me dio la diestra en señal
de compañerismo, pues le conocía desde el principio, desde la cueva
de Adulam. Es un hombre valiente y un gran estratega, este Joab,
pero, en mi opinión, algunas veces es demasiado duro incluso para
estos tiempos de guerra.
-Esto viene de arriba, Urías- me dijo señalándome que
recibía órdenes.
-El rey ordena de que se le informe del desarrollo de la
guerra, y quiere que vayas tú, coge a varios de tus hombres y parte
hacia Yerushalaim- me indicó.
-A sus órdenes mi general, partiremos lo antes posible-
contesté, intentando disimular mi extrañeza por el asunto, pues
había mensajeros en nuestro ejército, gente ligera, entrenada para
llevar y traer noticias del frente. Además, mi grupo tenía asignada
una zona determinada del asedio, que ahora debería de reorganizarse.
Pero, como siempre he hecho, obedecí las órdenes y
emprendimos el viaje. Cuando llegamos, entramos en los aposentos de
la guarnición de palacio, para asearnos y cambiar nuestros vestidos,
y me dirigí hacia las dependencias reales, donde el rey me esperaba.
Cuando lo vi, lo salude con la reverencia habitual, pero
él apretando su diestra sobre la mía, y poniendo su mano izquierda
en mi hombro, me dijo:
-Esto sobra entre nosotros, compañero, ¿qué tal?
¿cómo va el sitio de Rabá? ¿está alta la moral de los hombres?
¿necesitará más refuerzos Joab?- me preguntaba repetidamente, de
una forma un poco precipitada o nerviosa.
Le dije que las operaciones iban bien, que deberíamos
tener paciencia, que no creía fuera necesario enviar más refuerzos…
Pero notaba algo extraño en él. No me miraba a los ojos, parecía
como si no me prestara atención, movía la cabeza para los lados, es
como si estuviera incómodo por algo, no sé, quizás se había
arrepentido de no ir al frente, pensé.
Pero, la realidad, es que aunque hacía tiempo que no
estaba con él personalmente, no era la misma persona segura, firme y
alegre de siempre. De hecho, mi informe duró apenas unos minutos, y
ni siquiera había terminado de hablar, cuando me dijo:
-Es suficiente Urías, desciende a tu casa, relájate,
descansa y atiende a tu mujer, mañana continuaremos- me dijo
dirigiendo su mirada al exterior, a través de una de las grandes
ventanas de la habitación donde nos encontrábamos.
Nuevamente, me extrañó que me dijera que atendiera a
mi mujer, no es que no tuviera ganas de estar con ella, todo lo
contrario, pero pienso que él sabía que cuando el Arca venía con
nosotros, yo hacía votos de pureza y castidad. Pero no le respondí
nada, sino que me marché a los aposentos de la tropa de palacio.
Cuando me dirigía hacia ellos, uno de los siervos del
rey, al que yo conocía desde hace tiempo, me entregó un regalo de
su parte, diciéndome:
-Urías, esta daga es un regalo que el rey ha querido
hacerte- me dijo, entregándome la segunda daga que me regalaban en
mi vida. Esta era mucho más hermosa que la de mi padre, que aún
llevaba siempre conmigo, pero demasiado fina para el combate, tenía
piedras preciosas incrustadas en la empuñadura, por lo que le dije a
Uza -que así se llama el siervo del rey-, que hiciera el favor de
mandársela a mi mujer, ella sabría donde ponerla en casa.
-No hay problema Urías, pero…¿por qué no vas a tu
casa?... debes hacerlo…- me indicó como queriendo decirme algo que
no se atrevía a expresar.
-¡Pero qué interés tiene todo el mundo en que
descienda a mi casa!, he hecho voto, Uza, no bajaré- le contesté de
forma un poco cortante, pues estaba cansado, más que nadie quería
ver a Betsabé, pero no rompería mi voto.
Dormí profundamente esa noche, estaba cansado del
viaje, tanto es así que, tuvieron que despertarme.
-¡Urías, despierta, el rey te llama!- me indicó Uza.
Pensé que querría conocer algún detalle más, o que
nos despediría ya hacia el frente. Sin embargo, al presentarme ante
él, me dijo un poco enfadado:
-¿No te dije que descendieras a tu casa?, ¿por qué
has dormido con la tropa?- me indicó con tono de frustración.
No entendía bien, por qué este interés del rey, sería
por cortesía, pensé. Sin embargo, ya estaba un poco cansado de que
me pusieran más y más trabas para que no pudiera cumplir mi voto, y
le hablé claramente:
-Mi señor, el Arca está en tiendas, tus siervos
duermen en el campamento, o al raso, llevamos varios días sufriendo
ese desagradable y seco viento del este, que enturbia las mentes. Mi
rey conoce perfectamente de lo que le hablo, y además y lo más
importante he hecho voto, al salir en campaña. ¿Por qué me insiste
el Rey?- respondí, alzando la voz quizás un poco más de lo
adecuado, para el lugar donde estaba.
Noté como mis palabras, penetraron en el corazón del
rey, como si de puñales se trataran, pues él sabía perfectamente
de lo que estaba hablando, ya que, al principio de todo, habíamos
pasado juntos por todo tipo de dificultades; durmiendo al raso
alrededor de una hoguera, sufriendo las inclemencias del tiempo; el
calor abrasador unas veces, el frío que te hiela los huesos otras…
Al escuchar mis palabras, el rey no me insistió ni me
recriminó nada más, tan sólo me pidió que me quedara otro día
más con él, y que comiera a su mesa antes de partir al día
siguiente.
El banquete en palacio fue impresionante, nunca había
comido tanto, ni bebido tanto vino de gran calidad. Demasiado vino
para un solo día, casi no me podía mantener en pie, menos mal que
Uza me acompañó, diciéndome:
-Quieren que te lleve a tu casa, pero como sé de más
que no hay nadie más testarudo que tú, te acompaño a los
barracones- y allí volví a pasar la noche.
Por la mañana nos preparamos para partir al frente, y
el rey me entregó una carta sellada con el sello real, para que se
la entregara a mi general.
-Confío en tu discreción- me dijo.
-Mi
señor me conoce bien, y sabe que cuenta con ella- le respondí, y
emprendimos el viaje.
Apenas
habíamos cabalgado unos metros fuera de palacio, cuando escuché la
voz más agradable de todas, para mí, la voz de mi esposa:
-¡Urías
espera!- me gritó mientras corría hacia nosotros.
-¡Por
favor, cuídate!- me dijo mientras me abrazaba y mojaba mi cuello con
sus lágrimas.
-Tranquila
mujer, no es la primera batalla que libro, ni será la última,
confía, ¿por qué estás así?- le dije al oído mientras
permanecíamos abrazados.
Entonces,
me dijo:
-Nunca
te he merecido, Urías, perdóname, eres mucho mejor que yo- me dijo
con tristeza.
-No
me digas eso esposa mía, me has hecho siempre el hombre más feliz
sobre la tierra, y sabes que precisamente lo contrario a lo que
dices, es lo que yo siento, que he sido muy afortunado al tenerte- y
dándole un beso la despedí. En ese momento no se me ocurrió pensar
que sería el último beso que le daría.
No
obstante todo era muy extraño, la manera de hablar del rey, el
comportamiento de Uza, las lágrimas de mi mujer… para colmo,
cuando llegamos al campamento y entregué el mensaje a Joab, noté
como cambió la expresión de su rostro al leerlo para sí, y cómo a
continuación, me asignó otra unidad, una unidad de hombres de los
que yo no tenía muy buen concepto… un día extraño este, pensé.