domingo, 16 de junio de 2019

Urias heteo. Un relato novelado. Capítulos 15 al 17

CAPÍTULO 15.
LA GRAN PRUEBA


Fuimos a marchas forzadas, lo más rápido que pudimos, y al llegar, una tremenda angustia se apoderó de todos. Las casas ardían y no había ni rastro de nuestras familias, al no ver ningún fallecido ni herido comprendimos que se los habían llevados cautivos a todos.

Cuando preguntamos en las aldeas vecinas nos dijeron que una banda de amalecitas habían asolado la zona.

No recuerdo el tiempo que pasamos llorando, cada cual por su mujer, sus hijos, sus mayores… Eliam se rasgó los vestidos y clamaba al Eterno, Ahimelec no podía apenas respirar pensando en Sara, su joven mujer. Y David también lloraba muchísimo.

Los peores de entre nosotros, hombres duros, hablaban de apedrear a nuestro jefe, la situación era angustiosa y David mismo se encontraba desolado.

Yo estaba junto con Eliam, intentando infundirle algún tipo de esperanza, cuando observé a David levantarse del suelo. Noté como afirmó su rostro cuando mandó llamar al sacerdote Abiatar, el cual venía con el Efod.

Después de consultar al Bendito, la actitud de David cambió radicalmente, ya lo había visto en otras situaciones difíciles, empezó a infundirnos ánimos y confianza, y a decirnos que recuperaríamos a los nuestros. Tenía un gran poder de convicción, cuando confiaba plenamente en su Dios.

Mandó nos pusiéramos rápidamente en camino y así emprendimos la persecución.

Había buenos rastreadores entre nosotros, pero fue gracias a un egipcio malherido que el Creador nos permitió hallar en el camino, que pudimos dar más rápidamente con ellos.

Permanecíamos cuatrocientos hombres con David, pues doscientos, los más mayores, aunque fuertes y muy aptos para la guerra, no tenían ya la suficiente resistencia y no habían podido seguir el ritmo, por lo que, desfallecidos, se habían quedado atrás cuidando el bagaje.

Cuando encontramos a los amalecitas, estaban bebiendo y riendo festejando el botín que habían conseguido y pensando también en lo que iban a ganar, con la venta de los cautivos como esclavos.

Caímos sobre ellos con todas nuestras fuerzas, cada hombre de los nuestros luchaba como diez de ellos, por sus mujeres y sus niños y la victoria fue aplastante. Algunos jóvenes amalecitas lograron escapar durante la contienda y uno de ellos al huir asió de Betsabé. Enseguida corrí tras él y gracias a la feroz resistencia que ella oponía, pude alcanzarlos.

Me puse a su altura y salté sobre ellos, caímos los tres rodando. Había perdido mi espada en la caída, pero el joven amalecita era inexperto en batalla, y por segunda vez, la daga que me regaló mi padre, dio muerte a un enemigo.

Betsabé dolorida se abrazó fuertemente a mí. La cogí en mis brazos y la llevé hasta su padre. Y, si ya antes me había fijado en ella, creo que fue en ese momento, cuando se hizo por completo, dueña de mi corazón.

Esta vez todos lloraban pero de alegría, nos abrazábamos, reíamos y dábamos gracias a Yahweh por haber tenido misericordia de nosotros. Eliam se abrazó a mí diciéndome que siempre estaría en deuda conmigo, que le pidiera lo que quisiera, a lo que yo respondí, que el endeudado con él era yo, pues gracias a sus palabras y, sobre todo, a su testimonio, ahora podía ser testigo de las maravillas del Dios de Israel. Era un auténtico milagro, todos estaban bien y no habían sufrido ningún daño.

Y de nuevo se repitieron las escenas de alegría cuando nos encontramos con los doscientos que, agotados, se habían quedado con el bagaje. Los cuales al vernos regresar con sus familias daban saltos de alegría y gritos de júbilo alabando al Eterno por su misericordia hacia ellos.

No obstante, los de siempre, los malvados que había entre nosotros, intentaron amargar la celebración, pues se negaban a compartir el botín con los que se habían quedado en la retaguardia.

Sin embargo, David se levantó y ordenó que se repartiera a todos por igual, lo cual aún permanece como norma en el reino.

No sólo eso, sino que David también demostró gran generosidad con sus amigos en Judá, donó parte del botín a los ancianos de las poblaciones en las que anduvimos huyendo de Saúl, como son Betel, Ramot, Aroer, Simot, Estemoa, Racal, Hebrón… por lo cual, su buen nombre y popularidad, iban aumentando entre los de su pueblo.

Mientras nos ocurrieron estos sucesos, en la batalla de Gilboa, los filisteos habían hecho valer su supremacía militar, -basada sobre todo en el conocimiento del arte de trabajar el hierro, lo que le permitía pertrechar poderosos carros, así como armaduras y armas contundentes-, para infringir una gran derrota al ejército de Saúl, quién pereció en dicha batalla junto a sus hijos Abinadab, Malquisúa y Jonatán el amigo de nuestro líder, el cuál era un gran guerrero, y se llevó a muchos por delante antes de caer.

Cuando David oyó de la noticia, pese a lo que muchos pudieran pensar, por tratarse Saúl de su implacable enemigo, se afligió y rasgó sus vestidos en señal de duelo y los que estábamos comprometidos con el Dios de Israel hicimos lo mismo, lamentándonos por la derrota y muerte, de tantos de nuestros hermanos.

Pero, sin lugar a dudas, lo que más sintió David en su corazón fue la muerte de su amigo, de su hermano Jonatán. Nunca vi a un hombre lamentar tanto la de otro, su amistad debió de ser muy profunda y especial.
Ese día, cuando todos se fueron a dormir, vi a nuestro líder apartarse a un lugar solitario con su arpa, no había comido nada y no quería que nadie le acompañase.

Tiempo después, pude conocer la hermosa elegía que compuso esa noche, de la que recuerdo algunos versos:

Hijas de Israel, llorad por Saúl,
que os vestía lujosamente de escarlata,
que ponía adornos de oro en vuestros vestidos.
¡Cómo han caído los valientes en medio de la batalla!
Jonatán, muerto en las alturas.
Estoy afligido por ti, Jonatán, hermano mío,
tú me has sido muy estimado.
Tu amor fue para mí más maravilloso
que el amor de las mujeres.”

Ya no podíamos permanecer más tiempo en tierra de impíos, más aún cuando habían mancillado la tierra que el Eterno prometió a su pueblo. Volví a ver al sacerdote Abiatar, dirigirse a la morada de David con el efod, y poco después recibimos la orden de regresar a tierra de Judá, a la ciudad de Hebrón.

Nuestros días de fugitivos habían acabado y nuestra situación empezaba, tímidamente, a mejorar.


CAPÍTULO 16.
DAVID REINA EN HEBRÓN


Cuando llegamos a Hebrón, nos recibieron con los brazos abiertos y nos instalamos en la ciudad. Casi todas las casas de ésta, estaban construidas con piedra caliza, muy abundante en la zona. Los habitantes de la comarca estaban orgullosos de sus viñedos, de los que sacaban, además, muy buen vino. Cosa que comprobamos nada más llegar, pues muy hospitalariamente, compartieron de este producto en abundancia, con nosotros.

Al poco tiempo, se corrió la voz de que David se encontraba en Hebrón, y los ancianos de las ciudades de Judá, vinieron y lo proclamaron rey sobre ellos. David contaba ya con treinta años.

Las tribus del norte siguieron al hijo de Saúl, Is boset, el cual estaba respaldado por el que fuera general de su padre, Abner, que era en la práctica quien los dirigía.

Ya no éramos fugitivos, sin embargo, la espada no se alejó de nosotros, al contrario, ahora teníamos dos frentes, por un lado los filisteos y por otro, lo más doloroso para David, las tribus del norte de su propio pueblo, comandadas por Abner.

Yo estaba sorprendido, viendo cómo habíamos pasado de ser unos fugitivos que se ocultaban en cuevas, a ser oficiales al servicio de un Rey. A mí, particularmente, no me faltaba el trabajo, pues junto con Eliam, Ahitofel y otros nos nombraron jefes de cincuenta.

Además de lo cual, cuando no estábamos en combate, David me encargó supervisar a los artesanos que empezaban a trabajar el hierro, debido a mi experiencia en el taller de mi padre. Pues una de las cosas que aprendimos estando con los filisteos es a trabajar el hierro como ellos, para conseguir mejores armas.

Y, hablando de armas, con el paso de los años, mi destreza en combate había mejorado notablemente, hasta tal punto que era considerado ya, un buen guerrero.

No llegaba, por supuesto, al nivel de Josebasebet, el principal de los capitanes, Eleazar, Sama o Abisai el hermano del general Joab, que eran hombres de gran fuerza, habilidad y una valentía que, yo pensaba, les fue concedida por el Bendito, Adonai. Y que propiciaron tremendas victorias a nuestro ejército.

Pero, como digo, me hice de cierta reputación entre los hombres, no sólo por mi habilidad en el combate, sino además, porque intentaba conducirme con rectitud. También decían los compañeros que tenía mucha suerte, debido a que el Eterno me seguía protegiendo y me había librado de situaciones muy angustiosas.

Nuestro ejército aumentaba en número, cada vez conseguíamos mejores armas y entrenamiento, y nuestro Rey, cuyo deseo del corazón era obedecer al Creador, no sólo se preocupó de nuestro entrenamiento físico, sino que, auxiliado por el sacerdote Abiatar, algunos levitas que había entre nosotros y hombres como Eliam que habían estado con Samuel, intentó que nos convirtiéramos en unos soldados diferentes, unos soldados sometidos a las leyes sobre la guerra, que el Eterno estableció en tiempos antiguos.

Cuando Eliam me explicó esas leyes, de nuevo me quedé asombrado con la sabiduría y la justicia incluida en ellas, más aún contemplando lo que nos rodeaba, pues las naciones idolátricas vecinas, eran grandemente crueles en la guerra y muchas veces, fuera de ella, con rituales demoníacos, que a menudo consistían en pasar a sus propios hijos por fuego, en sus ritos religiosos.

Pero aún en este contexto de peligro constante y de violencia, los soldados judíos tenían el mandato de ser unos soldados diferentes. Recuerdo el texto de la Torah que me dijo Eliam:

-“ Cuando estéis en guerra contra vuestros enemigos y hagáis vida de campaña, procurad no cometer ningún acto indecente”.- Lo escribió el gran profeta Moisés, me indicó solemnemente.

-Nuestro Adonai, nos dio unas leyes de comportamiento en tiempos de guerra, leyes que por desgracia, hace tiempo hemos olvidado-

Y comenzó a explicarme sosegada y claramente estas leyes: Así por ejemplo, me contó, que cuando se reunía el pueblo para la batalla – hay que decir que los israelitas no eran un pueblo belicoso de por sí, por lo que en tiempos de guerra muchos de sus soldados eran agricultores, artesanos o trabajadores llamados a filas- los oficiales preguntaban si había alguno comprometido en matrimonio, alguien que se hubiera construido una casa o sembrado una viña y no las hubiera disfrutado, o incluso, si había alguien que se sintiera atenazado por el miedo.

El que estuviera en alguna de estas situaciones era invitado a abandonar el campamento y regresar a su casa.

Una vez formado el ejército, un sacerdote reclamaba la bendición y ayuda de Dios en la batalla y junto con los oficiales, animaba al pueblo a esforzarse y a no desmayar confiando en Dios.

Además de esto, Dios había ordenado unas normas para el campamento israelita, como era la limpieza del recinto y la consagración de los soldados, estos debían llevar entre sus armas una estaca para cubrir sus excrementos y debían cumplir varias normas mientras estaban en campaña militar, por ejemplo si alguno mantenía relaciones sexuales, quedaba apartado por un día de dicho campamento.

El Eterno, nuestro Adonai grande en misericordia, también dictó leyes humanitarias para los enemigos (menos para las ciudades que Dios había ordenado exterminar debido a sus aberraciones); cuando los soldados hebreos sitiaban una ciudad primero ofrecían la paz, y si los ciudadanos la rechazaban, entonces la conquistaban y en el asedio, tenían prohibido el talar árboles sanos que produjeran frutos.

También se establecía el trato a los cautivos, así también, si un soldado israelita se fijaba en una de las cautivas, debía dejar que llorara a los suyos por un mes, y luego la tomaría por mujer.

Todas estas leyes eran impensables para las naciones e imperios que nos rodeaban, que eran conocidos por la crueldad que mostraban al conquistar una ciudad tanto con sus habitantes, como con sus huertos, árboles, pozos… arrasaban todo. Además, por ejemplo, ninguno de estos ejércitos permitiría nunca que se fueran libremente aquellos de sus soldados que sintieran desfallecer de miedo antes de la batalla.

Así pues, las cosas, poco a poco se iban haciendo mejor en el ejército de David, y su poderío iba aumentando, mientras que el del Reino del Norte iba decayendo.

Mientras tanto, entre escaramuza y escaramuza, el deseo de formar mi propia familia iba tomando fuerza en mi interior, y nuevamente, por supuesto, pensaba en ella…



CAPÍTULO 17.
BETSABÉ


Me daba apuro tener que hablar con Eliam sobre el tema. Aunque pienso que todos, en el clan familiar, ya sospechaban mis intenciones. Hasta que un día me armé de valor y hablé con él.

-Eliam, has sido como un segundo padre para mí, en todo este tiempo que he estado contigo, por lo que, deseo, que lo que voy a decirte ahora no sea un impedimento en nuestra amistad, ni que haya problemas entre nosotros, ni…- no terminé la frase cuando Eliam me interrumpió:

-Mucho tiempo has tardado, amigo mío- me dijo con una sonrisa socarrona.

-¿Cómo?- pregunté, habiendo adivinado que él conocía mis pretensiones.

-Mira Urías, yo soy más despistado, pero todas las mujeres de la familia saben, desde hace mucho, que te has enamorado de Betsabé, así que para qué vamos a dar mas rodeos- me dijo disfrutando, digo yo, de verme tan nervioso.

-Eliam, sabes que apenas tengo nada que ofrecerte, lo poco que ahorré allá en Tiro, lo repartí con el derrochador de Ahimelec cuando se desposó con Sara, y de los botines que cogimos en nuestras escaramuzas, sabes tan bien como yo, que nuestro Rey es bondadoso en repartir con los necesitados.

Por lo tanto, si me la niegas, no te lo reprocharé. Lo único que puedo prometerte para ella, es mi propia vida. La cual no dudaría en ofrecerle si fuera preciso. Ten por seguro que siempre tendrá mi lealtad y que haré lo posible por hacerle feliz.- me había quitado un peso de encima a confesarle a Eliam lo que sentía por su hija, aunque no sabía qué me respondería.

-Urias, la riqueza de un hombre no se mide por lo que tiene, sino por lo que es. Llevas tiempo con nosotros y sabes del amor que le tengo a mi hija, más aún siendo la menor de mi casa, y eres consciente de que ya he rechazado a varios que me han preguntado por ella.

Sería un honor para mí darte a mi hija por esposa, además, no tienes que convencerme de nada, pues ya arriesgaste tu vida por ella, por lo cual siempre te estaremos agradecidos- me dijo en tono solemne, posando su mano en mi hombro.

-Me hace muy feliz escuchar esas palabra de tu boca, Eliam, te prometo que no te arrepentirás, no obstante, es importante para mí que tu hija acepte mi proposición, por lo que, te ruego, me permitas preguntarle, no quisiera que la obligaras-

-No es necesario- respondió Eliam –nadie mejor que yo para decidir que es lo que le conviene, pero si así lo deseas, habla con ella-

Creo que nunca, ni en la más reñida batalla, había pasado tantos nervios, como los que pasé cuando me dirigí a Betsabé. Desde que el Eterno me permitió rescatarla, hacía ya un año atrás, me había cogido gran aprecio y, aunque soy hombre de pocas palabras, hablábamos de vez en cuando, al vivir yo con ellos en casa de Eliam.

Aunque yo sabía, que ella no pensaba en mí como un futuro marido. De hecho, Bestsabé habló alguna vez conmigo mostrando su deseo de poder casarse algún día con un oficial, pero no de esos tan duros y bruscos que se habían interesado por ella, sino que esperaba a alguien que tuviera el porte y el buen parecer y sensibilidad de David, a quien admiraba.

Y la realidad era que yo era más parecido a uno de esos oficiales, más bien toscos, que al rey.

Por todo ello, quería preguntarle y necesitaba saber que estaría conmigo por propia voluntad y no obligada por su padre.

-Hola Urías, mi padre me ha comentado que tienes algo que decirme- me comentó algo sorprendida.

-Mira Betsabé… no sé si habrás notado… o si te habrán dicho… que yo, que pienso que…- las palabras no me salían y ella me miraba extrañada elevando una ceja, como pensando: “a ver por donde va a salir este”. Estábamos en verano, y aunque el día no estaba muy caluroso, empezaba a sudar, además, notaba como tras las ventanas que daban al patio familiar, habían más de una y más de dos, observando mis movimientos.

Por lo cual, le dije que nos acercáramos a la enorme higuera de grandes hojas que había en el patio, cuyas ramas llegaban al suelo, de tal forma que al acercarnos al tronco, nadie pudiera vernos con claridad. Y fue entonces cuando me decidí a declararme:

-Bestsabé, me gustaría poder expresarme con delicadeza y encontrar palabras bonitas para ensalzar tu belleza, y la admiración que siento hacia ti. Pero sabes que soy un hombre sencillo, por lo que voy al grano:

Estoy enamorado de ti, y te has hecho dueña, sin proponértelo, de mi corazón, de tal forma que ya te pertenece sólo a ti. Pero sabes, que aunque la situación va mejorando poco a poco, no tengo mucho que ofrecerte, tan sólo mi corazón y dos manos fuertes para trabajar por ti.-

No se lo esperaba, por un momento se quedó bloqueada y cuando reaccionó me dijo con dulzura en la voz:

-Urías, sabes que mi corazón está ligado a ti desde el día que te jugaste la vida por rescatarme, y que te aprecio muchísimo no sólo por ello, sino por como eres, pero… la verdad… no había pensado en ti en ese sentido, aunque me siento alagada de veras… no sé que decir-

-No tienes que responderme ahora- le interrumpí –piénsatelo y no te sientas obligada porque te salvara la vida, ni por ninguna otra causa, medítalo, busca en tu corazón, pues es una decisión para toda la vida, lo que sí te digo es que, sea cual sea tu decisión, siempre podrás contar conmigo.

Ya he hablado con tu padre y él está conforme, pero yo le he dicho que quería preguntarte, que quería rogarte, si quisieras ser mi mujer.- me costó, la verdad, pero por fin pude declararme a Betsabé. Ella me sonrió y me dijo que en breve me respondería.

Ni que decir tiene que esa noche no pegué ojo. La verdad es que, aunque le había dicho a Betsabé que no pasaría nada si me rechazaba, ya tenía pensado abandonar la casa de Eliam si sucediera así.

Al día siguiente me avisaron de una incursión de las tropas de Abner y nos llamaron a combate, pensé que me vendría bien estar ausente mientras ella decidía.

Era esta una guerra entre hermanos, desagradable para el rey y por tanto, también para nosotros. Los combates eran duros, pues ellos luchaban con valor. Pero nuestro ejército iba ganando la guerra, especialmente a partir de la batalla del estanque de Gabaón.

Cuando llegamos, nos situamos a un lado del estanque, y los hombres de Abner se colocaron en el otro. Entonces éste y nuestro general Joab, dispusieron que doce hombres de cada ejército lucharan entre sí.

-¡Vamos Urías, podemos más que ellos!- me dijo Ahimelec, animándonos a presentarnos a dicho reto.

-Esta vez no, Ahimelec- No me volvió a insistir y tampoco él se presentó, la verdad es que desde que salimos de Karkemish hacía lo que yo hacía, a pesar de que él fue mi primer instructor.

En esta ocasión no di el primer paso, no por miedo ni falta de lealtad hacia mi rey, ni siquiera porque no pudiera dejar de pensar en Betsabé. Sino porque ya tenía bastante conocimiento de la Torah, la historia del éxodo, de los jueces… y no entendía esta guerra.

Doce valientes por cada bando, veinticuatro en total, y lo que sucedió fue asombroso pues todos cayeron casi al unísono, murieron todos hiriéndose mutuamente, de un lado y del otro, fue un anticipo de lo duro que resultaría ese día.

La batalla arreciaba, pero al final el Eterno quiso que prevaleciéramos y perseguimos a nuestros contrincantes. Tuvimos una gran victoria en esa jornada, sin embargo fue un día triste para Joab, nuestro general y su hermano Abisai, pues, según nos dijeron, el hermano pequeño de ambos, Asael, fue muerto por el mismo Abner en un enfrentamiento que mantuvieron, mientras éste huía.

Habíamos dado un gran paso para decantar esta guerra a nuestro favor, que aún así no terminaría de momento. Emprendimos el regreso a Hebrón, a pesar de la victoria yo no me sentía feliz, mi corazón ya pertenecía al Dios de los Ejércitos, y estaba cansado de esta guerra civil, y de matar a israelitas.

Lo único que faltaba es que, al llegar a casa, Betsabé hubiera rechazado mi oferta.

Sin embargo, cuando llegué, Eliam, que se había quedado en su hogar, recuperándose de una herida producida en una escaramuza anterior, me había preparado una comida especial, todos estaban alegres y festejaban, y yo lo iba a hacer aún más pues: Betsabé había aceptado mi proposición.

Nos comprometimos ante los ancianos, y dentro de un año, al finalizar nuestro tiempo de noviazgo por fin seríamos marido y mujer, era un compromiso en firme, no se podía romper sino con carta de divorcio. Bebimos y comimos hasta el amanecer, fue una gran fiesta y ese primer baile junto a ella fue inolvidable.

Durante ese año, hablamos y hablamos, y cada vez veía a Betsabé más ilusionada y también más interesada en mí, pues pienso que aunque ella siempre me apreció, Eliam también puso bastante de su parte para que aceptara mi petición.

De vez en cuando la guerra interrumpía nuestro noviazgo, pero el Eterno me cuidó en todo tiempo, yo lo notaba, desde el principio allá en Karkemish, no era normal, la de veces que había estado tan cerca de la muerte, y ésta aún no me había tocado.

En esta ocasión fue una piedra lanzada por un hondero benjamita, que rasgó mi casco de cuero por el lateral derecho, y sin embargo tan sólo me hizo un leve rasguño pues la piedra me pasó rozando.

Volví a casa con el casco roto bajo el brazo y al enseñárselo a todos, Ahitofel, el padre de Eliam, me dijo: el Eterno tiene un propósito para ti Urías, aférrate a su Ley mantente siempre fiel a él. Betsabé cogió el casco de mis manos, y al verlo me dio un largo abrazo, y yo me sentí feliz porque vi que sufría por mí en mi ausencia, al igual que lo hacía yo por ella.

El año establecido para nuestro noviazgo, terminó antes de que nos diéramos cuenta, pues entre escaramuza y escaramuza, tenía que levantar nuestro futuro alojamiento. Viviríamos en la comunidad, pues la casa era similar a la que habitábamos en Gilo, por lo que construí con la ayuda de mi futuro suegro y mi siempre amigo Ahimelec, una bonita estancia para nosotros.

Yo tenía veintitrés años y Betsabé dieciocho, cuando por fin nos casamos. Los festejos duraron siete días, el pobre Eliam tiró la casa por la ventana, pues aparte de los familiares, invitamos a algunos de los que desde el principio estuvimos en Adulam, no a todos, sino a los de corazón sincero.

Incluso el rey, se pasó uno de los días al lugar donde nos encontrábamos. Me felicitó, alabó cortésmente la belleza de la novia y dándonos un bonito presente, se marchó, tras brindar por nosotros.

Se trataba de una hermosa arpa, decorada con piedras preciosas, que el rey me regaló, pues aun recordaba cómo me sentaba junto a él, cuando componía allá en la cueva. Además se me concedió el año de permiso, establecido en la Torah, para atender a la esposa tras la boda.
¡Qué buena celebración la de nuestra boda! Todo el día no cesaron de sonar los tamboriles, ni pararon de bailar las jóvenes, no faltaron los juegos ni las risas. Y tras la cena nupcial, realizamos una tradicional ceremonia:

Pusieron coronas sobre nuestras cabezas, Betsabé fue trasladada a nuestro hogar en una litera portada por sus parientes, a los que acompañaba un séquito de familiares con teas ardientes que alumbraban toda la propiedad.

Mientras tanto yo tenía que entrar en la casa del padre de la novia, también rodeada de antorchas relumbrantes, para solicitarla, produciéndose a continuación un particular regateo; que si los regalos a los parientes, que si la dote,.. era un ritual que pretendía demostrar la reticencia de la familia a desprenderse de la doncella, por lo que era bueno que se alargase y alargase.

Fue un día precioso e inolvidable, dentro del mejor año de mi vida hasta ahora.

Sin embargo, la larga guerra contra el reino del norte continuaba, aunque con largos periodos de tranquilidad, había fugaces pero intensos combates de vez en cuando.

Pero, era cada vez más evidente, que David iba creciendo e Is Boset menguando. Siendo las divisiones internas, producidas en su reino, las que, a la postre, nos darían la victoria definitiva.

Pues fue el mismo general Abner quien vino a David para ofrecerle el reino del que hasta entonces era su rey Is boset, después de un gran desencuentro entre ambos. Aunque el rey lo despidió en paz, esa visita le salió cara a Abner, pues Joab, sin que David lo supiera, lo mató como venganza por su hermano Asael.

Esto dio el golpe definitivo al ejército del norte y finalmente, el propio Is boset, fue traicionado y muerto en su palacio, tras lo cual los ancianos del reino del norte vinieron a David para proclamarlo…


jueves, 13 de junio de 2019

Urias heteo. Un relato novelado. Capítulos 11 al 14

CAPÍTULO 11.
FUERA DEL REFUGIO


No explicó los motivos, pero entre nosotros se rumoreaba que Gad, el profeta que nos había visitado esa jornada, le había indicado que el Eterno le conminaba a abandonar el refugio. (Unos años más adelante, llegué a la conclusión, de que David no sólo había sido ungido con aceite cuando fue visitado por Samuel, sino que esa unción era también espiritual, de forma que él mismo era, aparte de un gran guerrero, una especie de profeta o soñador de sueños. Además, sus composiciones tenían un halo de eternidad).

Al poco de salir de nuestro refugio, comenzó la acción. David nos guiaba a defender a las poblaciones israelitas que eran atacadas por los amalecitas, o por los temibles filisteos. Fue contra ellos que observé por primera vez a David en combate.

Ocurrió a las afueras de Keila, los enemigos nos superaban en número, pero David mostró un coraje increíble, normalmente los jefes que había conocido, aunque valientes, tomaban sus precauciones. Pero este hombre, es como si se creyera inmortal.

Encabezó nuestra carga recibiendo el impacto de varias flechas en su escudo, que de forma inmediata cortó con la excepcional espada que portaba, la que fue de Goliat. Y al llegar a las líneas enemigas mató a tres o cuatro filisteos en apenas unos instantes.

Todos nos contagiamos de su entusiasmo. A vanguardia iban los veteranos y los más jóvenes nos situábamos en la retaguardia. Pero todos luchamos con el mismo valor y coraje con el que nuestro jefe nos guiaba.

La sangre me ardía dentro de mi cuerpo, cuando divisé al filisteo que corría hacia mí, y recordé lo que me pasó con el veterano asirio de similar estatura, allá en Karkemish.

No obstante, esta vez todo fue diferente. Si en aquella ocasión tan solo podía, a duras penas repeler sus embestidas, ahora en apenas dos golpes logré abatir a mi enemigo.

El vino hacia mí, pertrechado tras el escudo, intentando atravesarme con su pesada jabalina. Al encontrarnos, me tiré al suelo esquivando su golpe, e hiriéndole a la vez a la altura de la rodilla, lo que le hizo caer. Y ahí estuvo mi ventaja, pues logré levantarme rápidamente, apoyándome en mis botas hititas, y herirlo con mi espada antes de que pudiera montar su guardia.

Es como si una fuerza invisible me ayudara, no tenía miedo y aunque ya tenía experiencia en combate, sentía que esta vez luchaba con un propósito, con un motivo y bajo las órdenes de un jefe que lo merecía. Pese a lo cual, aun me producía escalofrío contemplar la muerte de un hombre. Por desgracia dentro de no mucho tiempo, me acostumbraría a ello.














CAPÍTULO 12.
EL PERSEGUIDOR IMPLACABLE


El Eterno nos concedió una gran victoria ese día. No obstante, pronto aumentarían las dificultades. Parece que la locura y obsesión de Saúl por destruir a David estaba sobrepasando todos los límites. Pues había asesinado a muchos profetas y a sus familias como represalia hacia ellos por haber ayudado, en su momento, a David en su huída.

Abiatar, un sacerdote que pudo escapar, le dio las tristes noticias a nuestro líder, quien se afligió en gran manera, por esas vidas perdidas por el desvarío del rey. Desde ese momento, Abiatar se unió a nosotros, traía consigo un efod que utilizaba cuando quería consultar a Yahweh.

Yo no había visto antes una vestidura similar, estaba adornado y muy bien trabajado, era de lino y tenía incrustaciones de oro y colores púrpura y carmesí, y contenía además dos piedras grabadas con los nombres de las doce tribus de Israel. Pensé que era una vestidura apropiada para dirigirse al Señor de toda la belleza de la creación.

Después de esto, anduvimos por lugares desiertos, combatiendo contra las bandas que saqueaban la tierra de Israel, siendo nosotros los que al final las saqueábamos a ellas, motivo por el cual recibíamos la ayuda de los lugareños.

Asimismo garantizábamos la seguridad de los pastores que guardaban sus rebaños por nuestra zona, por lo cual los dueños del ganado nos daban provisiones, leche, quesos y algún que otro cordero para nuestro mantenimiento. En el duro invierno, también agradecíamos mucho, las pellizas de lana que nos protegían del frío.

Mas una vez no fue así; unos pastores de Carmel estuvieron con nosotros una temporada, hicimos amistad y los protegimos de distintos ataques. Cuando terminaron su estancia allí, nuestro jefe nos envió a algunos jóvenes a hablar con el dueño de las ovejas, un tal Nabal.

Me tocó hablar a mí, que era el más curtido, dentro de los jóvenes –Shalom, mi señor solicita, si hemos hallado gracia ante tus ojos, nos des lo que tengas a mano para el sustento de los hombres que han protegido tus intereses…- aún estaba hablando cuando me interrumpió:

-¿Cómo?, ¿daros el qué?, ¿quién es ese David? Hay muchos siervos que huyen de sus amos últimamente, que vuelva, se humille y se someta a su rey…¡largo de aquí, andrajosos!- dijo con el mismo tono despectivo, que yo conocía bien de los poderosos allá en Karkemish, de quien nunca ha tenido que buscarse la vida, de quien se lo ha encontrado todo hecho y mira por encima del hombro a los demás creyendo ser algo, era una actitud que verdaderamente, me resultaba, altamente, repulsiva.

Muchos recuerdos vinieron a mi mente en ese momento, recordaba a mi padre sufriendo bajo tipos así, durante tantos años, y deseé hundir mi espada en su voluptuoso vientre. Sin embargo, David nos ordenó actuar con cortesía, por lo que solo le dije:

-Nosotros hemos venido con humildad ante ti, y tus palabras son hirientes y soberbias contra nosotros, que el Eterno haga justicia entre tu comportamiento y el nuestro.-

-Pero ¿de qué hablas?, ¡salid de aquí antes de que mande a mis siervos y os vayáis apaleados!- ante lo tenso de la situación, decidimos retirarnos con mucha rabia interior, para solicitar órdenes de nuestro jefe.

Cuando regresamos y dimos las nuevas, el hijo de Isaí montó en cólera, tenía un alto sentido de la justicia y aborrecía a la gente altiva, con lo que ordenó prepararnos para darle un escarmiento.

Pero Abigail, la mujer de este impío, preparó víveres por su cuenta y nos los ofreció cuando íbamos a destruir la heredad de su marido, sin que éste lo supiera. Era hermosa, tenía el cabello rubio y los ojos azules, era esbelta y elegante, aunque en su mirada se podía entrever que no era muy feliz. Lo que sí era es muy inteligente, y sabía acerca de David, pues le dio palabras de ánimo y le dijo que el Creador le daría el trono y le establecería una casa duradera.

Esas palabras fortalecieron y calmaron a David, es como si, de vez en cuando, el Bendito le ofreciera un refrigerio en medio de los desiertos en los que nos movíamos, y le recordara el plan que estaba establecido para él.

Abigail halló gracia ante los ojos de David y éste se retiró. Sin embargo el Eterno hizo justicia e hirió a Nabal en su cuerpo, muriendo pocos días después de estos sucesos. Tras lo cual, David preguntó por Abigail y la tomó por esposa.

Siempre estábamos con el aliento de Saúl en nuestra nuca. Una vez estuvo a punto de atraparnos, pero un aviso de una incursión filistea le hizo retirarse de nosotros, muy a su pesar, cuando estaba a punto de rodearnos. Algunos dijeron que tuvimos mucha suerte, yo sé que el Bendito nos guardó en ese día, pues nos superaban en número, ya que eran unos tres mil, y nos tenían prácticamente acorralados. Nos preparábamos para defendernos, siendo conscientes de que, muy probablemente, no saldríamos de allí con vida, cuando nuestros ojos observaron, como se retiraron apresuradamente. Realmente, todos nos quedamos muy sorprendidos.

Además, David no quería enfrentarse a campo abierto contra Saúl, pensábamos que era por estrategia militar, debido a la disparidad de fuerzas, pero más adelante, descubrimos que no quería alzar su mano contra aquel que había sido ungido por rey, aunque ahora no tuviera el favor de Yahweh.

Esto lo comprobamos, especialmente, en dos ocasiones:





CAPÍTULO 13.
NO TOCAD AL UNGIDO


La primera ocurrió en las zonas desérticas cercanas al oasis de Engadi. El paisaje en derredor es árido, rocoso, muy escarpado, con laderas abruptas que conducen al Mar Salado. Sin embargo, el oasis era un lugar esencial para nosotros, hay agua en abundancia y está rodeado por numerosas cuevas y estructuras rocosas que, usadas con la inteligencia de alguien como David, sirven de parapeto natural. Era fácil montar una buena estructura defensiva mientras nos aprovisionábamos de agua.

-Engadi es como la Torah del Eterno- me dijo Eliam.

-¿Cómo dices?- le pregunté intrigado.

-Al igual que este gran oasis nos da vida en medio de este árido desierto, la Palabra del Eterno, cuando uno la escucha, refresca su alma, aunque esté pasando por el más seco y caluroso erial.- su explicación se me quedó grabada y aún hoy la recuerdo con agrado.

Por desgracia para nosotros, no podíamos permanecer mucho tiempo en ese paraíso de agua y exóticos árboles, de cuya resina se obtienen muy buenos ungüentos. Una vez más, tuvimos que adentrarnos en las zonas desérticas cercanas al mar salado, huyendo de nuestro principal enemigo.

En nuestra huida, encontramos una amplia cueva que nos sirvió de refugio. Llevábamos poco tiempo instalados, cuando los vigías mandaron guardar silencio y adentrarnos en lo más profundo de la cueva. El motivo era que, para nuestra sorpresa, ¡el rey Saúl entró para hacer sus necesidades en ella sin saber que estábamos allí!

-¡Se acabaron nuestros problemas!- exclamó Ahimelec al observar a David acercarse sigilosamente hacia su enemigo, que se había desprendido de sus armas y su manto.

-¡Menuda forma más deshonrosa de morir va a tener- continuó diciendo.

Sin embargo, David tan sólo recortó el borde del manto del rey, sin que este se diera cuenta. Y al día siguiente, situado a una distancia prudentemente alejada, pero a la vez que permitiera a sus enemigos poder oír lo que tenía que decir, David le enseñó el borde cortado de su manto.

Saúl, avergonzado, se retiró aquella jornada, al ver que David le había devuelto bien por mal, pero todos sabíamos que esta historia no había llegado a su fin, ni mucho menos.

No nos equivocábamos, Saúl volvió a perseguirnos y, de nuevo, en una segunda ocasión, nuestro jefe tuvo oportunidad clara de acabar con su vida.

Estábamos en el desierto de Zif y escuchamos que Saúl estaba cerca de la colina de Haquila. Era el decimoquinto día del mes de Adar, la luna estaba llena en su esplendor y la noche era fría.

Nuevamente nos tocó a los más jóvenes salir a espiar. Y de nuevo yo, siendo algo mayor, los dirigía. David confiaba en mí, siempre le respondía satisfactoriamente, además me desenvolvía muy bien en el terreno montañoso pues es el terreno en el que los hititas nos hemos movido con facilidad desde siempre.

Efectivamente, las noticias que nos llegaron eran ciertas. Saúl estaba acampado frente a Jesimón, cerca de nosotros, con un ejército de unos tres mil hombres bien armados, de lo mejor de sus batallones.

Cuando les dimos las novedades a nuestro futuro rey, éste quiso acercarse por sí mismo a observar el campamento de su enemigo. Mi amigo Ahimelec y un valiente y diestro guerrero llamado Abisai, lo acompañaron.

Y de nuevo comprobé como fue verdad lo que nos dijo David, de que veríamos cosas sorprendentes y seríamos testigos del poder del Eterno. Llegamos a una colina cercana al lugar donde el ejército del rey estaba acampado. Estaban dormidos, colocados en formación circular, con el rey Saúl y su general Abner en medio del campamento y los tres mil guerreros escogidos a su alrededor.

Entonces el hijo de Isaí, dijo mirando a Ahimelec y Abisai, pero escuchando también nosotros, los más jóvenes:

-¿Quién descenderá conmigo, al centro del campamento donde se encuentra Saúl?-

Hasta para un guerrero, a veces inconsciente, como era Ahimelec, la proposición de David, parecía suicida y se quedó como bloqueado. Sin embargo, Abisai, que además de fiel guerrero era familiar suyo, dijo:

-¡Yo iré!- nos quedamos asombrados con la determinación de David y la respuesta valiente de Abisai, y contuvimos el aliento cuando los vimos descender, pues en estos parajes desérticos, se divisa bastante bien a cierta distancia, cuando hay luna llena.

Lo que presencié fue increíble, David y Abisai pasaron por en medio de centenares de soldados, cuyos centinelas parecían estar dormidos, hasta que llegaron al lugar donde se encontraba el mismísimo rey Saúl.

-¡Mira Urías, mira a Abisai!- me dijo Ahimelec cuando lo vio blandiendo su lanza, haciendo gestos amenazantes sobre Saúl.

-Creo que a nuestro perseguidor, esta vez sí, le ha llegado la hora… pero ¡mira a David!- exclamé cuando observamos como le bajaba la mano a Abisai, y le ordenaba que cogiera la lanza y la jarra del rey y abandonaran el lugar.

Jamás había visto nunca a nadie actuar de esa forma, le volvió a perdonar la vida, pues no consideraba correcto arremeter contra aquel que había sido ungido por rey ante Yahweh.

Cuando llegaron hasta nosotros, nos alejamos subiendo hasta la cima de la colina, entonces nos paramos y David nos dijo mirando la lanza de hierro artesonado de Saúl:

-Con esta lanza intentó Saúl quitarme la vida, hace algunos años, allí en el palacio real, enclavándola en la pared, cuando le esquivé. Hoy la utilizaré para clavársela a él en su orgullo y su conciencia, si aún la conserva.- Entonces, David dio voces, mostrando la lanza y la jarra, y cuando Saúl despertó, reconoció su voz aunque no veía su rostro, pues aún no había amanecido, y de nuevo, aparentemente avergonzado, el rey se alejó de nosotros.

Al día siguiente, David nos reunió y nos dijo:

-Sin duda Saúl volverá a perseguirnos, no nos dará tregua y yo no pienso alzar mi mano contra él, que el Eterno me haga justicia y me libre de mi acosador, como bien considere.

Muchos de los que estáis aquí conmigo, lleváis bastante tiempo separados de vuestras mujeres e hijos, y temo que Saúl tome represalias contra ellos. He estado meditando y pienso que deberíamos irnos de la tierra de Israel, pues mientras estemos dentro de ella, Saúl no cesará de buscar nuestra muerte.

Es arriesgado, pero iremos a Gad y ofreceremos nuestros servicios al rey Aquis, quizás allí podamos hallar algo de reposo y reunirnos con nuestras familias.- Nos dijo nuestro jefe, notándose la desesperación que sentía al verse acosado sin tregua por el rey, desesperación que nos llevó a estar entre…














CAPÍTULO 14.
ENTRE FILISTEOS


A Eliam y otros muchos que tenían familia, la idea, les pareció bien pues echaban de menos a los suyos, y los que no tenían cargas familiares no se opusieron, por lo que iniciamos la marcha hacia Gat.

Éramos ya unos seiscientos hombres cuando acudimos a Aquis, rey de Gat, una de las cinco ciudades-estado filisteas, que aunque eran independientes entre sí, se aliaban rápidamente a la hora de ir a la guerra, y mantenían estrechas relaciones comerciales y culturales entre ellas.

David envió emisarios, con el mensaje de que huíamos de Saúl, y que nos ofrecíamos para servirle como mercenarios.

Aquis, sabía que Saúl nos perseguía, y había escuchado de la capacidad militar de David, por lo cual aceptó el ofrecimiento, y nos instaló en una aldea, Siclag, donde pudimos reunirnos con nuestras familias –yo ya me consideraba parte de la familia de Eliam- lo que nos llenó de alegría.

Pero teníamos que pagar un coste al rey filisteo, un coste en ganado, provisiones y objetos valiosos, que Aquis pensaba, conseguiríamos de saquear a nuestra propia gente en tierra de Israel.

Sin embargo, David nos dirigía hacia el sur, a escondidas de Aquis, y atacábamos a bandas de amalecitas y otros grupos que atosigaban al pueblo hebreo, y de ellos conseguíamos el botín.

Pero para que el plan saliera bien, era necesario, según David, que no dejásemos supervivientes en nuestros ataques, cosa que –aunque comprendía su lógica- me entristecía y me angustiaba, por lo cual, cuando ya habíamos vencido, y veía al enemigo derrotado, me retiraba, junto con otros, del lugar de la contienda. Entonces pensaba que tal derramamiento de sangre, algún día pasaría factura a mi futuro rey.

Pero en nuestras filas, había gente de diversa procedencia, y entre ellos, figuraban algunos individuos que no tenían escrúpulos en cumplir dicha orden.

David engañó a Aquis de forma total, y éste pensaba que nos habíamos hecho abominables ante los ojos de Israel.

Yo me instalé, como no podía ser de otro modo, con la familia de Eliam, y fue en ese tiempo cuando empecé a fijarme en su hija Betsabé, se había convertido en una joven tremendamente hermosa, que más adelante se convertiría en la mujer más bella que jamás vi en todos los días de mi vida: Tenía una esbelta y firme figura, el pelo negro, ondulado, muy largo y unos preciosos ojos extremadamente expresivos, que me recordaban a los de las mujeres de Tiro. Tenía además un carácter extrovertido y era muy simpática.

Contaba ya con dieciséis años y ya tenía más de un pretendiente, pues las mujeres hebreas son dadas en casamiento a una edad temprana, lo que a mi amigo Eliam, le quitaba el sueño.

-Es increíble cómo crecen, un día juegan en tus rodillas y al otro ya están pensando en casarse- me decía Eliam –ya me han llegado varios pretendiéndola, y no sé, me dan ganas de darles de puñetazos- ¡arrea! pensé, a ver como le digo yo a éste que me he fijado en la niña de sus ojos.

Pues fue en ese tiempo la primera vez que se me pasó por la mente la posibilidad de solicitar a Eliam su mano, aunque las duras pruebas que nos iban a acontecer en breve, harían un paréntesis en mis pensamientos sobre dichos planes de futuro.

Ya que, lo que no sabíamos ni Eliam ni yo, es que pronto ocurriría un suceso que nos iba a quitar algo más que el sueño.
En primavera, los reyes filisteos de Gaza, Ascalón, Asdod y Ecrón se concertaron para atacar a Israel, y también dieron aviso a Aquis rey de Gat, para que se uniera a ellos.

Cuando vimos aparecer a David, supimos que algo no andaba bien. Aquis había requerido nuestros servicios para ir con él a la guerra contra Saúl, pues pensaba que el hijo de Isaí combatiría gustoso contra su enemigo.

David fingió estar dispuesto, mas cuando llegó a Siclag ordenó que todo aquel que temiera al Eterno, pidiera en oración para que no tuviéramos que enfrentarnos a nuestros hermanos, y así lo hicimos dirigidos por el sacerdote Abiatar.

Al día siguiente nos unimos a las tropas de Aquís. Eliam y otros estaban decididos a no levantar su mano contra el pueblo elegido, pasase lo que pasase. La tensión se palpaba en el ambiente y no sabíamos que nos iba a deparar ese día.
-¿Cómo vamos a luchar contra los nuestros? ¡En verdad que no lo haré, no pienso levantar mi espada contra los míos, ni asaltar sus tierras y ganados, en ninguna manera, así me haga Yahwe y aún me añada, si lo hago!- nos decía el valiente Abisai, vehementemente.

-Confía en el Eterno, Abisai, tú eres testigo de cómo el hijo de Isaí perdonó la vida de su enemigo por no alzar su mano contra el ungido de nuestro Adonai. Él nos sacará de esta situación.- Le respondía Eliam, mientras nos dirigíamos al frente de batalla.

Y no se equivocaba, pues al poco de llegar, tuvimos buenas noticias al respecto.

-¡El Eterno nos escuchó!- venía exclamando Ahimelec, quien se encontraba al lado de David cuando éste fue a presentarse ante Aquis.

-¡Los demás príncipes de los filisteos no se fían de nosotros y Aquis nos ha mandado de vuelta a Siclag!, David simuló estar disgustado ante él, pero cuando salimos de su tienda daba saltos de alegría y alababa a Adonai quien nos ha librado de este apuro- nos comentó emocionado Ahimelec.

Hubo alegría y una sensación de alivio generalizada en el campamento y en seguida nos dirigimos de vuelta a Siclag.

Sin embargo, no nos duró mucho esa alegría, ya que, después de tres días de camino, al acercarnos a nuestra ciudad, vimos el humo que salía de ella y nos temimos lo peor.















lunes, 10 de junio de 2019

Urias heteo. Un relato novelado. Capítulos 8 al 10

CAPÍTULO 8.
LA VIDA EN GILO


La mayor parte de la ciudad estaba formada por casas de un solo cuarto, hechas de adobe, con un pequeño patio delantero. Así viven la mayoría de los jornaleros.

Luego había un grupo de casas hechas de piedras ásperas, muy abundantes en la región, que tenían dos o tres departamentos alrededor de un patio interior, éstas están habitadas por los que son algo más pudientes económicamente, bien porque posean una mejor heredad, ganado, o porque sean artesanos cualificados, como era el caso de la familia de Eliam que se dedicaba a la construcción de casas.

Cuando llegamos, nos recibieron muy afectuosamente y nos trataron muy bien, más adelante aprendí, que también la Torah mandaba ser hospitalarios con los extranjeros, en memoria del tiempo que Israel fue extranjera en Egipto.

Ahitofel, el padre de Eliam, preparó un par de corderos, panes de higos y miel de dátil de las palmeras de Jericó, buenísima, que había adquirido para la ocasión. Y es que la tierra de Israel me pareció realmente hermosa y con gran variedad de paisajes y climas. Ya Eliam me había hablado de ella y de las “siete especies” que el Eterno anunció a los hijos de Israel, que hallarían en esta tierra:

Porque Yahweh tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella…” este pasaje, me lo relataba Eliam de memoria, pues le encantaba meditar y memorizar los textos de la ley.

-Pero esta bella tierra depende del Eterno, para producir toda esta riqueza- me decía Eliam –cuando nuestros antepasados estaban en Egipto, las cosechas estaban garantizadas por el Nilo, puesto que hacíamos surcos en sus riveras y siempre teníamos trigo y productos de regadío, sin embargo allí sus almas estaban afligidas a causa de la opresión.

Por otro lado, aquí somos libres, pero nuestras cosechas dependen de la voluntad del Eterno en proveernos de las lluvias tempranas en la siembra, y de las tardías poco antes de las cosechas. Nuestro Adonai, nos prometió que si anduviésemos en sus caminos, obedeciendo sus mandatos, nunca nos faltarían dichas lluvias- continuó explicándome.

-Qué interesante me parece todo esto Eliam- comenté – empiezo a verle la lógica; el Creador se deleita en la obediencia de su pueblo y promete bendiciones a raudales, cuando la recibe- declaré.

-Exactamente, Urías, así es, aquí dependemos totalmente de Él, el ha puesto delante de nosotros la bendición o la maldición, y debemos escoger- me confirmó.

Tampoco faltaba el buen vino, en esta tierra, y Ahimelec y yo nos quedamos asombrados del ambiente familiar tan bueno y agradable. Unos muchachos tocaban una especie de arpa pequeña y las jóvenes hijas de Eliam danzaban con alegría.

Betsabé, la de edad más temprana, tenía un arte especial para la danza. Aunque en ese momento ni se me pasaba por la cabeza, fue la primera vez que vi a la que, algunos años después, sería mi amada esposa.

La casa era más bella por dentro que por fuera, tenía tres departamentos, alrededor de un gran patio interior. En el centro del cual había una enorme higuera, muy copada, y junto a ella varias vides guiadas hacia un enramado hecho de cañas. Y en la parte superior había un aposento alto, en el cual nos alojaron.

Vivían unas veinticinco personas, abuelos, tíos, primos, en comunidad. Los padres dirigían el trabajo y se dedicaban además a enseñar los principios fundamentales de la Torah, a sus hijos, pues se consideraban verdaderos israelitas, según decían. En las puertas de las casas tenían textos escritos y los niños repetían todos los días:

Shemá Israel (Oye, Israel): Yahweh nuestro Dios Yahweh uno es. Y amarás a Yahweh tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas.”


Las mujeres, se encargaban de las tareas domésticas trabajando duramente, permanecían sujetas a sus maridos pero era muy bien tratadas por éstos, que las respetaban. Además, al contrario de lo que pasaba en muchos sitios, éstas podían poseer propiedades, podían comprar y vender e incluso podían formalizar contratos legales. También cuando la comunidad se hallaba en dificultades por situaciones económicas o de otra índole, se ponían codo con codo con los hombres para tratar de salir de ellas.

Pronto nos acostumbramos a vivir como ellos, trabajando duramente, construíamos casas, graneros, cercados, cavábamos cisternas, un poco de todo, y todo bastante duro…

A veces Ahimelec me decía en tono de broma:

-Anda que sí sé lo que me esperaba te iba a seguir hasta aquí... como me has engañado, je,je- hablaba mientras se secaba el sudor de la frente.

Pero, como digo, nuestra adaptación iba a buen ritmo, nos absteníamos de algunos alimentos considerados impuros por los hebreos y guardábamos el sábado como día de reposo. Definitivamente, ¡queríamos ser israelitas!

Los sábados me sentaba con Ahitofel y Eliam debajo de la higuera o de la parra y escuchaba y aprendía acerca de los mandatos del Eterno. Ahitofel me decía que no era necesario que me convirtiera en hebreo, que los extranjeros también podíamos lograr el favor de Yahweh, siguiendo lo que él llamaba las leyes de Noé.

Éstas, básicamente consistían en unas normas básicas de comportamiento, no robar ni asesinar, ser justo, huír de idolatrías, y por encima de todo reconocer que hay un solo Dios, que merece respeto y reverencia.

Pero, yo tenía mucha sed de la Ley de Yahweh y quería pertenecer a su pueblo, no me quería limitar a esas normas esenciales, porque me deleitaba al escuchar su Ley, y sentía como si mi interior, mis entrañas se regocijaran al oír su sabiduría.

-¡Entonces debes circuncidarte! Ahora veremos si de verdad quieres ser hebreo- me dijo Ahitofel. Ya había escuchado sobre el tema, y, aunque me preocupaba no lo dudé. –¡Pues vamos a ello!- exclamé intentando no mostrar mi temor.

Enseguida nos dirigimos a casa de unos levitas descendientes de Aarón, que habitaban en la ciudad. Uno de ellos me circuncidó y pasé tres días sin poder apenas moverme, pues esto es algo que se suele hacer a los bebés, cuando cumplen ocho días de nacer, pero de mayor, las primeras jornadas, hasta que cicatriza la herida, se pasan bastante mal.

No obstante, me sentía muy contento de haberlo hecho. Tras lo cual fui unido por fin al pueblo del Eterno. Al mes siguiente también mi amigo Ahimelec se circuncidó.

Yo pienso que de verdad el también creyó, aunque creo que Sara, la bella gilolita que por fin se había hecho dueña de su corazón, influyó bastante, pues ya no estábamos en Tiro y se había fijado en una virgen de Israel. Y aquí se tiene en muy alta estima la virginidad de las jóvenes, incluso hay un texto en la Torah, en el que se establecen sanciones para aquél que difame falsamente a una joven de Israel, dañando su reputación.

Así que, al poco tiempo se desposó con Sara. Quién me lo iba a decir, Ahimelec al que le encantaba “ir revoloteando de flor en flor”, ahora se comportaba como el más fiel de los prometidos. Por cierto, tuve que dejarle parte de mis ahorros para que pudiera ofrecer algo de dote, ya que él había despilfarrado, totalmente, las ganancias que obtuvimos en Tiro, es que… estos vividores siempre salen ganando.

Fue un buen tiempo el que pasamos en Gilo, no teníamos la opresión de Karkemish, tampoco el jolgorio descontrolado de Tiro, pero vivíamos en paz, integrándonos en el grupo familiar.

Aunque esto no nos duró mucho. Un día llegaron unas nuevas que no cayeron nada bien, en el seno de nuestra comunidad:



CAPÍTULO 9.
TRAS DAVID


David, el que había de ser rey según nos decía Eliam, el oficial más querido del ejército de Saúl, se había convertido en un fugitivo de éste, al que perseguía de manera implacable.

David era muy querido por el pueblo, y aunque Saúl lo buscaba sin descanso, muchos de los que lo habían visto en su huida no lo delataban, pues recordaban cuán grandes victorias el Eterno le había concedido, cuando salía con el ejército.

Un día, un amigo de Eliam le comentó que se había visto a David por la zona de Adulam y que muchos se estaban uniendo a él. Eliam no lo dudó, cogió sus armas, provisiones, puso en orden su casa y se encaminó a buscar a David. Ahimelec y yo marchamos con él.

La región de Adulam estaba como a un día de camino dirección suroeste de donde nos situábamos. Es una zona en la que abundan las cuevas, y en una de ellas, de difícil acceso, encontramos a David.

Sus padres y hermanos se habían unido a él. Igualmente, todo el que tenía deudas, o había estado oprimido o huía de cualquier problema, se estaba uniendo a él. Por ese motivo se trataba de un grupo variopinto, con gente de distintos ánimos e intereses, gente con buenas intenciones y otros con corazón más sombrío.

Cuando llegamos a la entrada, nos dieron el alto, nos rodearon y empezaron a interrogarnos con desconfianza, pasamos un momento de tensión, mas Eliab el hermano de David que había servido con Eliam en la batalla de Elah, les habló diciendo:

-¡Tranquilos, conozco a este hombre! Es un varón justo y de una sola palabra, podéis dejarlos pasar con total tranquilidad- los hombres que nos rodeaban guardaron sus armas y Eliab nos llevó hasta donde se encontraba David.

Aunque aun era joven y de buen parecer, ya se notaba en su rostro la huella y la dureza de la guerra, tenía varias cicatrices no muy grandes en el cuello y los brazos. Yo me lo imaginaba más alto, pero sí parecía bastante robusto, no era grueso, pero tampoco delgado, y se notaba en sus brazos, el duro entrenamiento y las batallas que ya había librado, pues parecían poderosos. Al vernos nos preguntó:

-¿De quién huís?, ¿tenéis muchas deudas?, no avergonzaros. Aquí cada cual tiene su historia- hablaba con decisión y había fuerza en sus palabras, pero a la vez notábamos que se dirigía a nosotros con cortesía.

-No, mi señor- respondió Eliam- tu siervo conoce personalmente a Samuel, quien me reveló que Saúl ya no tiene el favor de Yahweh, y que el trono de Israel te ha sido dado. Por eso he decidido seguirte, pues sé que la palabra de Yahweh, siempre se cumple.

Los hombres que me acompañan son de origen heteo, hombres fuertes instruidos en la guerra y que han decidido formar parte de los escuadrones de Yahweh, Bendito sea, pues incluso ya se han circuncidado.-

Al escucharnos David se quedó perplejo, sonrió, alzo las manos al cielo y alabó allí mismo, delante de todos al Eterno, diciendo:

-¡Bendito eres tu Adonai, Rey del universo que has utilizado a estos hombres para fortalecer mi ánimo y para recordarme que siempre cumples tus promesas, alabado seas por siempre!-

Enseguida nos abrazó y nos dijo:
-¡Bienvenidos hermanos!, es un honor que os hayáis unido a nosotros, no tengo ni puedo prometeros riqueza, ni comodidades. Si os quedáis hallaréis batallas, escasez y penalidades, pero no me equivoco si os digo que veréis grandes maravillas y el poder del Eterno.-

Realmente, había algo especial en David; demostraba mucha sabiduría e intentaba seguir los mandatos del Bendito. Por ejemplo, al poco de llegar nosotros, buscó refugio para sus padres en Moab (su bisabuela había sido moabita, Ruth, de quien Eliam me contó la historia), preocupándose por el bienestar de ellos como manda la Torah.

También tenía un don para componer música con su pequeña arpa, y las canciones que escribía en unas tablillas que él mismo preparaba, siempre daban gloria a Elohim, nunca había visto a nadie semejante entre los jefes militares que conocí en Karkemish.



CAPÍTULO 10.
SALMOS EN LA NOCHE


Una noche en la cueva, me tocó estar de guardia en la entrada, y al finalizar mi turno, ya tarde, observé que mi futuro rey, estaba alejado del resto de los hombres en un rincón, con una lámpara de aceite, tocando suavemente el arpa y cantando, apenas susurrando. Me acerqué despacio y escuché lo que entonaba:

-…este pobre clamó, y el Señor le oyó, y lo salvó de todas sus angustias.

El ángel del Señor acampa alrededor de los que le temen y los rescata.

Probad y ved que el Señor es bueno. ¡Cuán bienaventurado es el hombre que en El se refugia!...-

David observó que lo escuchaba con atención, y me dijo:

-Acércate joven Urías- me sorprendió que recordara mi nombre –ven, siéntate a mi lado, el sueño se ha ido de mí y me vendrá bien tener alguien con quien conversar.

Dicen que eres heteo de nacimiento, ¿cómo es que has llegado hasta aquí?- me preguntó, y abriendo mi boca le conté la historia de mi vida hasta ese momento y cómo me había convertido de los ídolos a Yahweh.

Él me escuchaba con atención, nuestra presencia allí le complacía, y con el paso de los minutos me abrió su corazón.

Me contó como había tenido que huir de Saúl, a pesar de ser su yerno e íntimo amigo de su hijo Jonatán, de quién se había despedido con muchas lágrimas no hace mucho. Me dijo que el miedo se apoderó de él y actuó por impulsos, inconscientemente en parte, mintiendo al sacerdote Ahimelec para recibir su ayuda y escapando imprudentemente hacia Gat de los filisteos.

Y que allí, en tierra filistea, fue reconocido y para salvar la vida tuvo que hacerse pasar por loco, para evitar ser apresado, me contó como vio la muerte de cerca y experimentó la salvación del Eterno.

-La canción que me escuchabas cantar- me dijo –la compuse al poco de llegar a la cueva, recordando este suceso.-

Y así estuvimos varias horas hablando, a la tenue luz de la lámpara, y me cantó algunas canciones más que el Eterno le había permitido componer allí, recuerdo algunos párrafos que decían:

Clamo al Señor con mi voz; con mi voz suplico al Señor.

Delante de El expongo mi queja; en su presencia manifiesto mi angustia.

Cuando mi espíritu desmayaba dentro de mí, tu conociste mi senda.”

Fue un buen tiempo el de esa noche.

Los días pasaban y se observaba como la moral de David iba aumentando de la misma forma que el número de los hombres que estábamos a su mando, ya éramos unos cuatrocientos.

La cueva era un buen refugio, casi inexpugnable y muy fácil de proteger, además contábamos con la lealtad de las aldeas cercanas, a quienes protegíamos, para no ser descubiertos.

Los hombres parecían estar acomodándose allí, y hablaban incluso de establecerse, trayendo a sus familias. Sin embargo, un día, después de consultar a su Dios, David dio órdenes de levantar el campamento y marchar hacia tierra de Judá.